La caja fuerte

La curiosidad que genera ese objeto en una casa siempre es algo mágico. Pero también puede implicar otros significados sorprendentes.

Caja fuerte
Caja fuerte

En el pasillo que daba al baño, en mi casa de la infancia, había una caja fuerte antigua de metal, que ejercía sobre mi hermano y sobre mí, un magnetismo irresistible por los secretos que ocultaba. Abrirla era como un juego, imposible no intentarlo cada vez que pasábamos por ahí.

Girábamos la ruedita para un lado y para otro, apoyábamos el oído cerca de la puerta -intentando escuchar ese tick que mostraban las películas- y, luego de varias vueltas en las dos direcciones, movíamos con fuerza una palanca metálica. Por supuesto, nada sucedía, porque no sabíamos la combinación y no éramos ladrones entrenados para escuchar el sonido indicado. Eso no nos detuvo, insistíamos casi todos los días. Era como un ritual fijo, como intentar peinar mis rulos antes de ir a la escuela; otra empresa en la que fracasaba, sin excepción.

Para mi padre era un objeto relevante, una herencia de su papá a la que le asignaba una importancia superior. Es que mi abuelo, un abogado que se ganó la vida como corresponsal del diario La Prensa en Mendoza, y casi no litigó, valoraba especialmente dos posesiones: esa caja, y su máquina de escribir; una Olivetti Lexicon 80 con una mesita con altura regulable. Yo no lo conocí, no había nacido cuando murió, pero recibí de él esa Olivetti, su afición por la escritura y su compromiso con la precisión informativa.

La caja de seguridad era cuadrada, diseñada para imposibilitar su apertura a personas no autorizadas, como de 90 centímetros cúbicos, de un metal ignífugo verde oscuro. Tenía un peso imposible de calcular para mí, pero no la podían cargar tres adultos. Para nosotros era un misterio maravilloso, no sólo porque nos retaban cuando intentábamos abrirla y jugar con ella, sino porque no sabíamos qué contenía ni cómo era por dentro. Conocer la combinación de esa perilla, cómo girarla, cuántas veces y para qué lado era algo que nos desveló durante la infancia.

Eso cambió, para mí, al poco tiempo de ingresar al Secundario. Entré a uno de esos colegios universitarios conocido -sobre todo-, por su exigente sistema de ingreso, y por las actividades extracurriculares altísimamente ritualizadas que todavía conserva, sus tradicionales Tribus. La primera de las ceremonias significativas que viví allí fue el Bautismo: un rito de pasaje, de ingreso a ese mundo maravilloso, una costumbre que definía la pertenencia a una de las dos tribus que caracterizan al Colegio Universitario Central (CUC), huarpes o pehuenches.

No sabía, en esa helada mañana de un sábado de otoño, en 1985, que ese ritual se quedaría conmigo como un tatuaje. Que el engrudo, los huevos, las témperas y el aserrín que me pegotearon los rulos y que tardé más de tres horas en lavar, significaban que ya nunca más dejaría de ser pehuenche. Que para siempre extrañaría esas experiencias únicas que se soldaron a fuego durante los seis años que compartí con amigos, en sus aulas y sus patios. Que valoraría, más que cualquier título académico, el sentido de pertenencia que su comunidad sabe transmitir con gestos, compromiso y cariño.

Quien supo que algo se modificó en mi interior para siempre, ese día del Bautismo en el Colegio, fue mi padre. Después de comer, cuando despedimos a mi abuela que almorzó en casa ese día como casi todos los sábados, cuando mi madre se fue a descansar y mi hermano jugaba con su colección de playmobils, se me acercó y me entregó un juego de llaves que me aseguraban para siempre el ingreso a mi casa. Después me llevó al pasillito ubicado frente al baño, me ubicó de frente a la caja fuerte y me dictó al oído: dos veces cinco a la izquierda, tres diez a la derecha, dos cincuenta a la izquierda, cero a la derecha, cinco a la izquierda.

La abrimos juntos después de algunos intentos fallidos, imprecisos. Me enseñó sus secretos y, en ese momento, me reveló un mundo maravilloso de nuestra larga historia familiar. En su interior la caja tenía divisiones verticales, estantes y un cajoncito pequeño y muy largo, con una cerradura cuya llave también estaba escondida ahí dentro, apoyada en el lateral, en el fondo de uno de los estantes.

Distribuidas en el interior del cajón había algunas pocas medallitas de bautismo, más valiosas por lo que recordaban que por el peso específico de sus materiales, algunas cadenitas y dos relojes. Uno de oro, que pertenecía a mi madre, y que ella usaba en ocasiones especiales y fiestas. Otro, que había pertenecido a mi abuelo paterno y, que mi papá se rehusaba a lucir en su muñeca para evitar roturas o una pérdida irreparable.

El cubo metálico atesoraba, además, papeles amarillentos y documentos que no leí ni comprendí en ese instante. Formaban parte de la historia de mi abuelo, sus hermanos, su padre, de su abuelo y hasta de su bisabuelo; eran artículos de diario, correspondencia y escritos inéditos que mi padre pensaba, tal vez, publicar algún día y que no quería arriesgarse a perder por nada del mundo.

Como en todas las familias, en la mía hubo ritos de finalización de la niñez. Símbolos de que el paso del tiempo venía acompañado de mayor confianza en mi sensatez y buen juicio. Así lo sentí esa tarde, cuando me entregaron a la vez, las llaves de la casa y esa antigua contraseña, mi certificado de responsabilidad.

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