Acabo de concluir la lectura de “Charlotte”, una magnífica y por demás recomendable novela de David Foenkinos. En ella, el autor narra su obsesiva búsqueda y reconstrucción de la vida de Charlotte Salomon, pintora, alemana de origen judío que fuera asesinada en Auschwitz, embarazada, a los veintiséis años. Mientras leía, me emocionaba, me compadecía, me desesperaba ante el suplicio de esa artista. Y mientras leía, me preguntaba cómo fue el proceso a través del cual la población de un pueblo tan culto como el alemán se convirtió en una horda de sedientos asesinos, de cómplices de asesinos y de indiferentes a los asesinatos. Me preguntaba también cómo funcionó el dispositivo educativo/propagandístico para que una persona que durante años y años compartiera magníficas relaciones de vecindad, de pronto, en nombre del supuesto cumplimento de su deber para con la patria y su líder, levante orgulloso el dedo índice señalando la casa de alguien. Y me pregunté si la complicidad del resto de las naciones europeas (Francia, en el caso de Charlotte), no habrá actualizado el odio ancestral que practicaron durante siglos hacia el pueblo judío.
Sucedió que también en los días en los que leía esa novela fue que Sergio Pikholtz, vicepresidente de la DAIA, afirmara: “No hay inocentes civiles en Gaza, tal vez los niños de menos de 4 años. Sin piedad con los asesinos de judíos.”
Me pregunto si las patéticas performances del presidente en los escenarios más reaccionarios del judaísmo nacional e internacional, están totalmente desconectadas de esta frase de Pikholtz. Y si el desparpajo ideológico de éste no proviene de la ominosa sensación de impunidad que confiere disponer de aliados como Milei. Alguien que en su desequilibrio emocional e intelectual no se privó de ser protagonista del acto por Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto. Ahí expresó una frase con la que, contra todo pronóstico, estuve totalmente de acuerdo: “El Holocausto y los nazis no son algo del pasado”.
Entonces me di cuenta que todas y cada una de las preguntas que me formulaba mientras leía a Charlotte, se actualizaban en Gaza. En el genocidio que practica Israel en Gaza y también en la complicidad activa y pasiva del resto de Occidente.
A pesar del reciente fallo de La Haya, donde por primera vez en la historia Israel fue declarado culpable de significar un potencial riesgo de genocidio, el ejército israelí continúa arrasando la existencia misma del pueblo palestino (no de Hamas). Me vuelvo a preguntar por el dispositivo que hace que unos jovencitos y jovencitas que hasta hace unos meses atrás seguramente estudiaban, trabajaban, salían a bailar con sus amigos y a practicar deportes, de pronto se visten el uniforme del ejército y actúan como asesinos sedientos de sangre. ¿Cómo se hace para exterminar a miles y miles de víctimas inocentes y que el alma no estalle por lo que se está ejecutando? Cuando se tiene en la mira del fusil a un niño,¿qué idea de patria, de religión, de seguridad nacional, se debe tener incrustada en el cerebro para obedecer la orden de apretar el gatillo?
Pero por sobre todas las cosas, lo que me desvela (más bien, lo que me enloquece), es el silencio cómplice y, mucho más grave aún, la formulación de los más desopilantes y criminales argumentos discursivos (como el de Pikholtz) para justificar este (nuevo) holocausto al que asiste la humanidad.
Mis amigos del barrio, mis compañeros de la bici, mis vecinos, mis clientes e incluso alguien que ha leído algo que he escrito, me preguntan por mi posición con respecto a este tema. Muchos de ellos esperan de mi parte, una defensa cerrada y corporativa de la política israelí en Palestina. Y no solo no la encuentran, sino que escuchan una enfática condena al exterminio salvaje que realiza Israel. Y también les digo: “Por eso, muchachos, ustedes no se sumen a las manifestaciones antisemitas que también hoy pululan en el planeta. Que todos sepan que este holocausto no lo perpetran ‘los judíos’, lo hace el ejército de Israel y sus aliados. Es contra eso que debemos pronunciarnos”.
Hace unos días se nos fue Sara. Sara Rus. Polaca-argentina, sobreviviente de Auschwitz y Madre de Plaza de Mayo. Mi corazón se estremece de emoción y de gratitud hacia ella. Solo su historia me basta para pensarme. Para pensar la historia, para pensar el mundo en el que vivo. Para enunciar que “no en mi nombre” (ni en el nombre de miles y miles de judíos que nos oponemos) es que Israel perpetra esta masacre. Afortunadamente Sara nos iluminó el sitio donde ubicarnos y desde donde expresar nuestras ideas. Sara Rus tendrá memoria eterna en cada uno de nosotros. Para pensar quién soy y, por sobre todas las cosas, quién debo ser. Coloco con estas palabras una piedra y una flor sobre su querida memoria.
*El autor es docente y escritor