El año del perro rabioso y las espinas

Mientras la crisis del cactus tenía lugar, y el resto estaba atento a la curación de la herida; mi hermano, el más pequeño del cuarteto, continuó en la persecución del objetivo común: conseguir un amigo. Él y yo teníamos una obsesión por tener un nuevo compañero de juegos. Es que un año antes habíamos perdido a nuestra perra Camila, una boxer que creció conmigo y que extrañábamos horrores.

Con los primos de mi Tribu contábamos los minutos que faltaban para enfrentar nuestra próxima aventura juntos. Nada más importaba, excepto los juegos y competencias que inventábamos. En eso estábamos, un fin de semana diferente, cuando unas piedras sueltas, y la reacción no anticipada de un posible amigo estuvieron a punto de convertir un momento de ensueño en un desastre.

Fue al inicio de los 80′s cuando nuestros padres descubrieron la escapada ideal para acortar el año, hasta que llegaran las esperadísimas vacaciones en la Playa Amarilla de Con-Con, en Chile. Unas cabañas en el Cañón del Atuel, a menos de tres horas de viaje al Sur de Mendoza, resultaron el paraje ideal para que grandes y chicos disfrutáramos.

Para los niños de la Tribu la felicidad se traducía en espacios y objetos que facilitaran excursiones y descubrimientos a lo Indiana Jones. Así, las riberas del Río Atuel nos proveían de cortaderas -símbolos indiscutidos de que la aventura comenzaba-; palos, que usábamos como bastones para hacer trekking, y, fundamentalmente, agua corriendo. Un imán que nos atraía para intentar carreras de barquitos, -palitos, trocitos de madera, o ramitas que soltábamos y seguíamos corriendo para ver cuál se adelantaba y les ganaba a las embarcaciones rivales-. O competencias para ver quién conseguía más rebotes de piedras chatas sobre la superficie antes de hundirse, o en cuántos troncos flotantes podíamos hacer equilibrio antes de caer al agua.

En el predio donde se ubicaba el alojamiento había un arroyito, cerros para escalar y sortear malezas; un postre diferente para probar en cada comida - desde luego podíamos interrumpir nuestras aventuras por un rato en favor de alguna golosina-. Y, lo más importante, teníamos el permiso de nuestros padres para vagabundear juntos en el horario sagrado de la siesta.

La vez que la hazaña casi termina en el hospital Teodoro Schestakow éramos los cuatro fantásticos, mi hermano, que tenía alrededor de cinco años, y dos de las primas con las que crecimos más de cerca y que tienen pocos años menos que yo -que en ese momento tenía nueve-. Eran tiempos en los que el pinchazo de una inyección nos asustaba más que un tiburón blanco suelto en una pileta. Estábamos decididos a encontrar alguna mascota y salimos de excursión sin una idea clara de lo que buscábamos. Podría haber sido tanto un ratón como un quirquincho, lo importante era volver con algo; un amigo para alimentar, o un trofeo para atesorar.

La fila india iba rumbo a un montecito que se ubicaba enfrente; llevábamos unos palos que encontramos de entrada y conservábamos como la joya más preciada (bastones-espadas-bates para golpear piedras). Sentíamos que con esas armas nada podría amenazarnos; aunque temíamos un poco cruzarnos con alguna yarará, que mi padre había descripto en detalle para advertirnos que era peligrosa. Yo, que era la mayor, encabezaba la expedición, mirando cuidadosamente dónde pisaba, ya que era la responsable de la seguridad del grupo.

Me pareció ver, cerca de una gran roca, un color intenso que desentonaba con el habitual marrón de la montaña mendocina, y llamé al equipo para analizar el posible hallazgo. Desde debajo de la piedra se veía un anillito de color amarillo sol, que atrajo nuestra atención. Nos acercamos a mirar mejor cuando comenzó a moverse. ¡Víbora! Intuimos, y retrocedimos espantados; con tan mala suerte, que la más prima de mis primas pisó una piedra suelta y resbaló. Esa prima-amiga-hermana que me sigue en edad, (con quien me une una conexión increíble que resistió, tiempo después, una separación de años con el Océano Atlántico de por medio), cayó sentada de lleno sobre un cactus de esos con espinas como alfileres de colchonero.

En realidad, lo que habíamos visto debajo de la piedra enorme, -y confundimos con una víbora-, no era otra cosa que un manojo de retortuños. Un arbusto propio de las zonas áridas, que se movió con el viento, o tal vez con el paso veloz de un roedor.

Siguieron espanto, gritos de auxilio y, luego, la impresionante tarea de librarla de ese tormento doloroso con varias pinzas de depilar y el desinfectante preferido por la Tribu, uno que inventó nuestro abuelo pediatra a base de jarilla y que llamábamos “Cubigra” (una contracción de los apellidos del inventor y del fabricante).

Mientras la crisis del cactus tenía lugar, y el resto estaba atento a la curación de la herida; mi hermano, el más pequeño del cuarteto, continuó en la persecución del objetivo común: conseguir un amigo. Él y yo teníamos una obsesión por tener un nuevo compañero de juegos. Es que un año antes habíamos perdido a nuestra perra Camila, una boxer que creció conmigo y que extrañábamos horrores.

Cerca del salón comedor que tenía el complejo, mi hermano divisó un perro blanco con manchitas negras, casi un dálmata, pero con la cara más negra que blanca. Llevábamos días observándolo de lejos y el pequeño explorador de la Tribu, que ya estaba frustrado porque debimos abandonar la excursión en el cerro, enfiló decidido hacia el prospecto de mascota. Creo que en su cabecita ya lo imaginaba como pasajero en el Renault 12 que usaba mi familia por aquellos años. Fue entonces que sacó de su bolsillo un chupetín bolita semi usado y, en una muestra de desprendimiento y generosidad, se lo ofreció demasiado cerca de una boca que duplicaba el tamaño de su manito. Ocurrió lo inevitable, una mordedura un tanto fea que generó aún más caos y preocupación en el mundo adulto de la familia.

Ninguna de las dos emergencias pasó a mayores, pero entre los pinchazos de las espinas y los de un posible tratamiento contra la rabia -que incluía inyecciones en la panza-, los cuatro fantásticos elegíamos el ataque de la yarará.

* tinafunes@gmail.com Tw:@FunesMartina

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA