Los tiburones, la oscuridad, el horror

La felicidad para mí es, y siempre será, una historia que no me deje levantar del asiento, que me entrelace con los personajes

Steven Spielberg: el rey Midas del cine
Steven Spielberg: el rey Midas del cine

Ya he contado la peligrosa conexión que tengo con las buenas historias, que me fascinan desde niña y me mantienen concentrada en otros mundos, que me gusta habitar de tanto en tanto. Puede ser en diversos soportes o formatos, pero con un común denominador: que la narración no tenga fallas, que me permita entablar con los personajes una relación de cercanía. Es ahí cuando a veces comienza cierta aflicción, cuando me tengo que separar de ellos y no quiero. Digo que es peligrosa por la irresistible atracción que ejercen, porque me mantienen ausente, alejada del entorno que me rodea. Y porque, en ocasiones, he sentido el impulso de vivir ahí, de no regresar, como de hacerle caso a las ganas de atravesar el ropero de Narnia...

El cine ―y en esto no me considero nada original― ha sido un termómetro de diferentes momentos centrales en mi vida. A lo largo de los años, esa relación que establecí con él fue transformándose, aunque hay constantes que se mantienen invariables. Pocos programas le ganan entre mis prioridades a una buena película ―especialmente si me acompañan personas queridas―.

Desde que tengo memoria no había mejor festejo de cumpleaños que ese donde mi madre alquilaba un proyector y una película que se trasladaban al lugar de la celebración, el cine a domicilio. Así fue con ese film que se grabó en mi memoria y que vi cuantas veces pude que relataba los peligros que vivieron Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Lo contemplamos extasiados con mis compañeros de segundo grado en el living de mi casa. Otro plan inmejorable era pasar toda la tarde de un sábado cualquiera con mis primos, o mi hermano, en alguno de los cines de la calle Lavalle, o en el City, en la Galería Tonsa. Nos gustaban tanto el maní con chocolate y los Sugus confitados que formaban parte del programa, como esas dobles funciones a las que podíamos entrar en cualquier momento de la película y quedarnos hasta que nos cansáramos de ver un loop que se reiteraba hasta el trasnoche.

Durante la adolescencia casi nada le ganaba a una tardenoche de helado y pelis en VHS alquiladas con amigas. Hubo años en los que soñaba con conseguir una videocasetera que en mi casa no había, y hubiese canjeado eso, por un veraneo completo en la Playa Amarilla en Con-Con.

En aquellos tiempos, cuando apenas comenzaban los años 90, es imposible olvidar el estreno de Mujer bonita en el cine América. Era primavera, el aire tenía ese perfume que algunas enredaderas y árboles distribuyen al atardecer, cuando Julia Roberts me deslumbró con carisma en ese cuento de hadas con Richard Gere. En ese momento establecí, para siempre, una afición ―tal vez excesiva― por las comedias románticas, de las cuales Roberts es la reina indiscutida.

El universo cinematográfico me sedujo ―igual que la literatura― desde el minuto cero, desde que tengo memoria. Y no me sorprende que lo mismo me sucediese con ese chico que conocí en primer año de Comunicación Social; y que de entrada no me impresionara tanto como cuando lo sentí hablar de una película por primera vez. Fue así: me invitó a ver Terminator II y lo debo haber mirado medio raro, porque me preguntó si había visto la primera, a lo que respondí que no. Pero fuimos igual. Reconozco que Arnold Schwarzenegger y sus aventuras me impactaron menos que escucharlo a él interpretar el film. Describió sus virtudes técnicas, pero, sobre todo, analizó esos elementos que no se perciben de entrada, que sólo descubren quienes están entrenados para ver, los que estudian y se apasionan con un tema. Como me sucedió a mí con él, irremediablemente, desde ese momento hasta hoy. Luego fue mi novio y me enseñó a ver cine de manera sistemática, en orden, por autores. A leer y coleccionar diccionarios y bibliografía sobre semiótica del cine o revistas de crítica de filmes. Emprendíamos búsquedas arqueológicas para encontrar libros y copias de películas en VHS imposibles de conseguir en Mendoza.

La atmósfera que genera la oscuridad en el cine, ese ambiente que parece conducirnos hacia la gran pantalla, introducirnos en ella y en la narración, me fascina y a la vez me genera cierta inestabilidad, falta de orientación. Como una nublazón de los sentidos. Por cierto, algo similar me sucede con los tiburones. No tengo demasiado claro cuándo comenzó. Pero a pesar de ser bastante selectiva con los filmes que elijo, hay algo salvaje y misterioso en ellos ―y en los documentales y películas que los tienen como protagonistas― que “me puede”.

Esas máquinas perfectas, de movimientos precisos y elegantes, dueños de esa inmensidad inabarcable, opaca, capaces de provocar el horror, son mi debilidad. No logro frenar el impulso de poner cualquiera de las películas de ese subgénero “escualos varios” que esté a mano en alguna plataforma cada vez que busco algo para ver a la deriva. Probablemente la culpa la tenga Spielberg, que ya se había ocupado de quitarme mi profesora de tenis de la infancia y luego, en la juventud ―la vi tarde, sí―, me impactó con esa obra maestra del suspenso, del terror, que es Jaws (Tiburón); y que en mi opinión no ha sido igualada por ninguna de todas las que la quieren imitar.

La felicidad para mí es, y siempre será, una historia que no me deje levantar del asiento, que me entrelace con los personajes. Que cuando termine la aventura me deje en un estado de desamparo por la separación, pero con la certeza de que nunca más estaré sola. Que provoque la sensación inigualable de estar sumergida en un mundo paralelo al que puedo volver cada vez que quiera.

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