El tiempo de los castillos de arena

Entre los niños de mi Tribu el tiempo de vacaciones se medía en castillos de arena, en casitas que construíamos con palitos, hojas y adoquines de barro amasados con paciencia.

Niños arman castillos de arena en la playa.
Niños arman castillos de arena en la playa.

El tiempo en las vacaciones es otro y el mismo. Los minutos se estiran, duran más, se suceden al ritmo de actividades cotidianas que cobran una relevancia inusual. Hay otros ritmos, el de las olas -su olor a yodo, el estallido de su espuma en la rompiente-, el de la luz del sol y las necesidades del cuerpo, que elegimos desoír cuando trabajamos.

Nos permitimos una actitud contemplativa que nos asegura estar en la situación sin distracciones, lejos de las irrupciones de mensajes urgentes. Nos sumergimos en los ritmos naturales, las rutinas de los insectos. Podemos concentrarnos en un escarabajo que se propone cumplir con su propósito: reciclar basura, contribuir a la limpieza del planeta. Embarcarnos en esa observación, reflexionar sobre su actividad, intentar entender que la naturaleza sigue su curso, que nos enseña sobre esos ciclos necesarios que son los nuestros, pero que elegimos violentar, transgredir.

La rutina durante un viaje de descanso propone otras metas, planes menos ambiciosos y tal vez más placenteros. Programar el menú diario, comprar los ingredientes para lavar, pelar, cortar, batir, mezclar. Tareas que requieren una concentración y una dedicación que no demora lo mismo cuando forman parte de ese decorado de la domesticidad. Cuando son el relleno de lo central: un informe que no está listo, decenas de exámenes sin corregir, la insistencia y calculada irregularidad de pedidos urgentes que golpean rítmicamente desde el WhatsApp.

Me pregunto qué puente se rompe entre la niñez y la adultez para que nuestra percepción sobre el paso y la administración del tiempo, de los momentos de nuestras obligaciones y las actividades placenteras sea tan diferente, opuesto, como de líneas paralelas que jamás se encontrarán y que no pueden coexistir en la misma realidad. Necesitamos estar de vacaciones para disfrutar más, para tomarnos en serio el relax. El mundo adulto no combina responsabilidad y placer.

Entre los niños de mi Tribu el tiempo de vacaciones se medía en castillos de arena, en casitas que construíamos con palitos, hojas y adoquines de barro amasados con paciencia. Calculábamos cuántas estrellas de mar y caracoles marinos éramos capaces de encontrar y recolectar antes del Nesquik y los dulces de la ligua; cuando el verano nos acercaba a alguna de las playas chilenas que elegían nuestros padres para veranear.

En la actualidad un día de vacaciones dura una sucesión elástica de minutos que se ordenan y organizan de acuerdo con el sueño, el hambre y necesidades que en mi mundo son tan urgentes e importantes como las casitas de palitos y los zoológicos marinos de la niñez: la lectura literaria (no la de diarios); la escritura (la placentera, no la laboral). La concentración sin WhatsApp aumenta a niveles insospechados. Picar, cortar, mezclar, cocinar ingredientes diferentes en recetas nuevas, o inventadas, dormir sin relojes. Caminar porque sí, sin una agenda de lo saludable; detenerme porque sí, conversar sobre temas distintos.

Los niños de la Tribu no diferenciábamos tiempos de vacaciones y de obligaciones. No dividíamos: era uno solo. El que se adaptaba a nuestros juegos e invenciones, a los intereses cotidianos y centrales alrededor de los que se organizaban y subordinaban los deberes. Así, nos gustaba ir a inglés, no lo sufríamos, porque en el Instituto Cultural -donde íbamos- vendían maní japonés, que nos fascinaba. Porque nos divertían las canciones que aprendíamos y conocer palabras nuevas para nombrar a las cosas nos resultaba emocionante. O porque en el trayecto que teníamos que recorrer -para cursar dos veces por semana- estaba la plaza Chile, en el pleno centro de Mendoza, donde había un columpio favorito que funcionaba mejor que el resto y permitía llegar más alto que los de otras plazas. La clase de inglés era la oportunidad de batir récords de altura; o de chequear y revisar cuántas monedas nuevas podíamos identificar en el fondo de la fuente de la Plaza.

A la escuela íbamos a aprender, a memorizar tablas de multiplicar, analizar la sintaxis de oraciones, o conocer los componentes de la célula; pero especialmente nos interesaba mejorar nuestras marcas jugando al elástico, probar una oblea nueva que había llegado al quiosco, recibir una dosis excesiva de almíbar de una gallinita de azúcar, intercambiar figuritas del reino natural con la secreta esperanza de conseguir la tarántula.

La tarea, que había que hacer después de almuerzo en mi caso, era motivo de preocupación. Pero por esto mismo buscaba la compañía de alguna buena amiga para aligerar la carga y, cuando no teníamos permiso para juntarnos, las fracciones, ejercicios o redacciones, se discutían y completaban en llamadas telefónicas de extensión variable. Los deberes para el día siguiente se combinaban con temas obligados de conversación, como el último episodio del “Super Agente 86″ en el que los integrantes de Kaos casi se habían salido con la suya. O jugábamos a adivinar el color real del vestido de la Agente 99 en unos televisores blanco y negro que nos ofrecían una interminable variedad de tonos de gris.

Me pregunto cómo reparar ese puente que se rompió en algún momento de la adultez. Cómo encontrar el equilibrio en la administración de los tiempos de ocio y obligaciones. Cómo combinar responsabilidad y placer en todas nuestras actividades diarias. Cómo recuperar esa sabiduría que tuvimos de niños con la que naturalmente encontrábamos el costado lúdico en cada cosa que hacíamos.

Es una respuesta que no puede esperar.

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