Crónicas de Di Benedetto: Berlín, la gran ciudad con la disciplina de siempre

El 7 de julio de 1963, se publicó la segunda nota de la cobertura que el mendocino hizo del Festival de Cine de la capital alemana.

Según Di Benedetto, Atelier am zoo era otra sala de estricta modernidad
Según Di Benedetto, Atelier am zoo era otra sala de estricta modernidad

De su punto de partida -Kongresshalle- el festival de cine se desenvuelve, se expande y se fija en algunos sitios; pero sin llegar a absorber la ciudad, sin ser su dominante. Me explico:

En el Zoo-Palast se asiste a la competencia mundial de films y a la gran parada cotidiana de las delegaciones, cuyas figuras femeninas también están en un torneo sostenido por los creadores de la moda, que no tiene más premio que la admiración que los rodea.

En el Atelier am Zoo -otra sala de estricta modernidad que como el Zoo-Palast es de arquitectura interior adicta a la curva- es posible darse con el pasado: el mejor cine del expresionismo, sobre todo, y también, una que otra vez, seres que vienen de aquel tiempo, como Elizabeth Bergner (“La señorita Elsa”, “Nju”, “Catalina la Grande”, etc).

Según Di Benedetto, Atelier am zoo era otra sala de estricta modernidad
Según Di Benedetto, Atelier am zoo era otra sala de estricta modernidad

Muy a mano del Palast y el Atelier, los hoteles am Zoo, Kempinski y Hilton, que alojan a las principales nóminas de invitados y por lo tanto suelen tener una enfervorizada guardia de personas que quieren ver rostros de artistas, de juventud anhelante de una firma. Ante el hotel am Zoo desde el principio acreditan su perseverancia -y paciencia- dos mellizas de menos de 20 años, delgadas, de melena pajiza, copiada la una de la otra, cuya aspiración se reduce a no perder un trazo en el carnet de autógrafos. Pero no se nota ni la cantidad ni los desbordes de aficionados que se atrincheran al pie de los cines y los hoteles mayores de otros Festivales. No hay persecución de artistas. La gente es más discreta, más sensata.

Si un artista se desprende de los actos del programa e incursiona a pie por este paseo cuantioso que es la Kurfürstendamm, no hay para él asedio ni vulneraciones materiales. Se deslizan, no más, entre miradas, astros como Francoise Brion y Daniel Gelin.

Porque eso es lo que ocurre: el Festival vive su vida, no la impone a Berlín, que a la vez vive la suya de gran ciudad con su disciplina de siempre. Ciudades pequeñas, como Cannes, o ciudades colmadas de gente que pasea, como Mar del Plata, sí pueden ponerse más colectivamente en el ritmo de acontecimiento particular que es una muestra internacional de cine sus implicancias y correspondencias.

Pintar la vereda, elegir un organito o un halcón

Posiblemente suben un poco de color los night-clubs que aguardan a los artistas, si bien eso queda para ellos y sus contertullos, o la Kurfürstendamm, canal central de la vida berlinesa, cuyo borde pisan el hotel am Zoo, sede del Festival, y el Kampinski. Pero sin duda, con o sin delegaciones cinematográficas extranjeras, la Kurfürstendamm debe tener siempre el múltiple encanto de las terrazas entoldadas sobre la vereda, pobladas de honorables señoras, que guardan atado a la silla el perrito bien peinado y despliegan el surtido de sombreros tan de ahora que evocan estilos tan de antes; muchachas asimismo tan de ahora; señores gruesos, sonrientes y satisfechos; artistas cuya ropa y paso por la peluquería dicen claramente que lo son, el todo ante mesitas bien provistas de helados que son una fiesta de colores y artesanía o de la simple cerveza rubia o la endulzada con frambuesa -weisse mil schuss- que se oscurece tiernamente y parece que inflara los vasos enormes y redondos como peceras.

Siempre, claro, han de estar aquí -como en algunas calles de París por donde circula gente que puede dar un premio al paso- los pintones jóvenes, barbudos, con sus compañeras o colegas ayudándoles, despreocupadas del arreglo personal y no obstante tan llenas de gracia. Sobre la vereda -en Kurfürstendamm cada veredón tiene unos diez o doce metros de ancho-, con tizo, reproducen un Picasso o un Goya, o hacen lo suyo, que puede ser la concepción de un vasto mural que se conforman con ver realizado, por ahora, con la fugacidad que disponen para ellos la suela de los zapatos transeúntes y la lluvia, visitante asidua de Berlín en este verano que acaba de comenzar y no se sabría decir si es caluroso o no.

Siempre, también, quien sabe desde qué tiempos, el organillero, que sonríe y parece feliz, como su música, sin arredrarse por el tránsito de esa especie de sombra penitente que tal vez pretende rango de tipicidad: un hombre que sobre el hombro lleva posado un halcón.

La catedral de un hombre y una historia espantosa

Casi cada tarde, a veces de noche, el Festival se proyecta hacia un salón, con la variedad que va del lujoso y cuadrado Hilton a la sencillez llena de intimidad de algún restaurante de quinto o sexto piso cuyas ventanas recuadran un paisaje siempre igual y siempre cambiante.

En ellas no suele prodigarse lo característico a través de la música ni de la bebida ni de los platos ni de la decoración ambiental, sino del vestuario de las representaciones de Oriente y de África. Junto a las delicadas figuras femeninas envueltas en hermosos saris o kimonos resalta a menudo la presencia de un enorme hombre de color, que usa capas blancas y brillantes, se llama T.O.S. Benson y es el ministro de Información de Nigeria.

Al cine de Norteamérica esta vez le va bien de opinión, sin que se pueda estar muy seguro de que alcance algún premio. Trajo un fil que gustó y es de factura y asunto nobles. “Lirios del campo” es su título y cuenta, según la novela de William Barret, el caso de un vagabundo simpático, joven, muy de la época -anda en una rural y realiza trabajos manuales de ocasión- que quería hacer algo grande con sus propias manos. Pensó en un dique, en un cohete interplanetario. Hizo una iglesia, la “catedral de un solo hombre”. Él porque está lindamente expuesto, a través de un relato que exalta la solidaridad humana, tiene toques religiosos, abundante humor, una notable interpretación del actor negro de Sidney Poltier, un ritmo preciso y vivaz y una seductora música. No es extraordinaria esta película de Ralph Nelson. Queda en un plano medio, pero resulta muy eficaz.

Sidney Poltier en la película Lirios del campo
Sidney Poltier en la película Lirios del campo

Japón viene con una historia espantosa: “Juramento de sumisión”. Son más de dos horas de decapitaciones, harakiris, abusos morales y otros elementos propios de una antología de la crueldad y el sadismo filmados por Norio Nanjo de manera que si la pantalla chorrea sangre -por suerte la fotografía no viene en color- de todos modos, algo se extrae en cuanto atañe a pintura de costumbres y denuncia de los extremos de la barbarie y la esclavitud.

Dos películas del dominio de la lengua portuguesa

Por primera vez se dice acá Portugal interviene en un Festival con cine de largo metraje. Su película, “Retazos de la vida de un médico rural”, es, asimismo costumbrista y crítica. Refleja un medio con interesante aporte ilustrativo y fustiga tanto la ignorancia como los prejuicios de aldea. Los grupos femeninos vestidos de negro, incluso con la cabeza cubierta, se prestan sobremanera a ciertas tomas plásticas que recuerdan momentos de Eisenstein. Es un film de tipo tradicional decorosamente hecho por Jorge Brum do Cambo, con Jorge Sousa Costa de protagonista.

El idioma portugués se expande más tarde en la sala del Palast con “Garrincha – Alegría de un pueblo”, de Joaquín Pedro. Procedencia: Brasil. Garrincha es un futbolista y el film versa sobre Garrincha en su casa, Garrincha en el entrenamiento, Garrincha los domingos y situaciones de orden semejante que hacen de esta producción de 66 minutos un espectáculo sólo para determinado sector. Cinematográficamente está bien hecha y posee algo más: si bien muestra la unidad que se produce entre el jugador y su público, asimismo hace un análisis severo de éste con relación al tipo de sus reacciones.

Israel envió “El sótano”, un film dramático acerca de la venganza y los aspectos razonados de su necesidad o utilidad, pronunciándose, deja entrever, en contra. La historia se refiere a la cuestión judía y la Alemania de Hitler. La importancia del asunto no corre pareja con el relato que lo ciñe, siendo por otra parte, un film técnicamente apenas discreto. Shimon Israeli es el autor del guion, el autor de la música, el director de “El sótano” y luce otros dominios, como el arte del titiritero. Así como “Lirios del campo” habla de la “catedral de un solo hombre”, esta producción de Tel Aviv viene a ser la película de un solo hombre. Lo malo es que este hombre termina por hacerse más visible para el público que el personaje que quiere presentar y la historia que se propone narrar.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA