Chabela y Elisa, maestras que dejan imborrables huellas en las aulas

Para Victoria Domínguez, ya jubilada, sus alumnos en Vista Flores fueron los hijos que nunca tuvo. Elisa Beltrán educa, limpia y sirve la merienda en una alejada escuela rural de Malargüe. Hoy celebran el Día del Maestro.

A Chabela, en Vista Flores todos la conocen porque dedicó su vida a la docencia desde 1978 en la escuela Malvinas Argentinas. Foto: gentileza
A Chabela, en Vista Flores todos la conocen porque dedicó su vida a la docencia desde 1978 en la escuela Malvinas Argentinas. Foto: gentileza

Una da clases en una escuela inhóspita de Malargüe y dio el ejemplo durante la pandemia transformando su casa en un aula. Su colega cursó la primaria en el mismo colegio de Tunuyán donde se jubiló como docente. Ambas tienen algo en común: dejaron huellas en los corazones de los cientos de alumnos que educaron y, como otras miles en Mendoza, hoy celebran su día.

Tal vez porque Elisa Beltrán no tuvo hijos, esta maestra rural con un corazón enorme y pura vocación, dedica su vida a los más chiquitos de una escuela situada en un lugar recóndito de Mendoza llamado Agua Escondida.

Tucumana de la ciudad de Concepción, le asignaron en 2010 el Centro Comunitario Rural Evangélico, una escuela albergue de Malargüe donde concurren chicos que viven en puestos alejados, en su mayoría hijos de criadores cabras, y rodeados de naturaleza. Chicos, en definitiva, sin contacto con la tecnología, “respetuosos, simples y en muchos casos carenciados”, como ella los describe.

“Tanto le pedí a Dios que me concediera una escuela rural que finalmente me la dio”, recuerda, en diálogo con Los Andes. La picardía y la inocencia de estos pequeños la enamoraron de inmediato y hoy esta población, muchas veces olvidada, representa su lugar en el mundo.

Elisa es una verdadera maestra todo-terreno porque su labor trasciende el proceso de enseñanza: destina dinero de su bolsillo para arreglar la escuela, saca piojos, sirve la merienda y trabaja con pasión y en forma personalizada sin medir las horas.

Durante la cuarentena, Elisa convirtió su casa en un aula para sus alumnos. Foto: gentileza
Durante la cuarentena, Elisa convirtió su casa en un aula para sus alumnos. Foto: gentileza

“Es que siento que los chicos son mis hijos y que la escuela es mi segundo hogar. Siempre soñé con este trabajo, con este lugar, y jamás lo cambiaría por nada”, confiesa.

Con una paciencia admirable, Elisa dicta clases en segundo y tercer grado y, si algo le faltaba para demostrar su vocación, fue durante la etapa más rigurosa de la pandemia. Fue allí cuando pidió un pizarrón en desuso que estaba arrumbado en la escuela y adaptó su casa para dar clases a grupos pequeños de niños.

“Los chicos estaban deseosos por venir a casa, era el momento del encuentro y también de la merienda. Resultó, al fin y al cabo, una gran oportunidad para seguir construyendo este vínculo tan hermoso que hoy tenemos”, recuerda.

Sin embargo, en aquellos momentos de restricciones, su misión no se agotó allí, sino que también recorrió los puestos más alejados para llevarle un escuela ambulante a esos chicos. “Es cierto, en esta zona no abundan las comodidades y siempre faltan elementos, pero no lo comparo con nada y soy una agradecida”, reflexiona.

Elisa se recibió de docente en 2008. Dice que en Tucumán no es fácil conseguir trabajo y siempre tuvo en claro que partir a alguna escuela rural de otra provincia era una alternativa. Así, llegó a sus manos un folleto que promocionaba escuelas comunitarias, donde ella aspiraba a ejercer la docencia.

Villa Pehuenia, en Neuquén, fue una de las opciones aunque, finalmente, en 2010 recaló en Mendoza y nunca más se fue. Dos años más tarde conoció a Jorge Ramos, encargado de mantenimiento en la escuela, y poco después se casaron.

La “seño Eli” ingresa al aula feliz y sonriente todos los días y ese sentimiento se lo transmite a los niños, que la adoran. “El aula es grande y tiene algunos muebles. Cuando entro, los chicos suelen esconderse detrás y, así, empiezo la clase hablando sola y preguntándome qué sucede que no están. Escucho el murmullo de risas y sigo hablando, incluso digo a viva voz que llamaré a la Policía para que me ayude encontrarlos… Entonces es ahí cuando aparecen”, relata, en medio de una carcajada, mientras se apura en ultimar detalles de la celebración del Día del Maestro que tanto la identifica.

“Desde la panza ya tenía una tiza en la mano”

Victoria Isabel Domínguez es “Chabela”. Tiene 64 años y en Tunuyán todos la conocen como “la maestra” de la escuela Malvinas Argentinas, que muchos años antes era la “Nacional”, situada en una zona rural.

Chabela conoce ese establecimiento como la palma de su mano y no es para menos: situado en el paraje Calle Nueva de Vista Flores, allí cursó la primaria y también ejerció la docencia durante toda su vida hasta jubilarse, en 2016. Por eso se le quiebra la voz cuando se remonta al pasado en el campo y a su primer día de clases en su escuela, donde hizo amigos y vivió una infancia libre y feliz.

Hija de un trabajador rural, Chabela tenía dos años cuando a su padre lo trasladaron a Vista Flores. Poco después, cuando empezó primer grado, quedó maravillada con el paisaje que enmarcaba el lugar.

Tras finalizar la secundaria, también en la zona, comenzó Magisterio en la escuela Nacional Normal de Tunuyán. Por fin, en 1978 recibió el título tan anhelado de “Maestra”. Sí, así, con mayúsculas, dice. “Lo digo con orgullo porque es una noble tarea que me ha dado tantas satisfacciones. Volvería a elegirlo mil veces y jamás concursé para directora. Amaba el aula”, relata.

Poco tiempo después de obtener su título, salió una suplencia en la misma escuela Malvinas Argentinas y no lo dudó. Más tarde titularizó y nunca más se alejó.

“He sido muy feliz porque se trata de una comunidad maravillosa. Viví la más bella experiencia y fui parte de todo el proceso de transformación, no sólo de las metodologías de enseñanza, sino del edificio, que fue construido a nuevo. Mis compañeras fueron incondicionales y he cosechado verdaderos amigos”, reflexiona con emoción.

Soltera y sin hijos, dedicó su vida a la docencia y aún conserva intacto en su memoria el agasajo de despedida cuando llegó el momento de jubilarse. “Uno se puede realizar de muchas maneras y siento que yo lo hice en el colegio. Me llenó la vida y me colmó de felicidad”, repite.

Hoy, Chabela confiesa que cierra sus ojos y todavía puede sentir el aroma a los manzanos que rodeaban la escuelita enclavada en un pintoresco paisaje. Por eso insiste en que su vida fue un privilegio. “Encontrar la vocación y desempeñarse en un lugar agradable no tiene precio”, concluye, mientras valora y agradece.

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