Aprendamos la lección

Lo que era cuarentena, y ya es una cientena, no debe limarnos al todo las esperanzas. Hay que aprender de todo lo que nos ha dado.

Cien días de cuarentena: el virus que nos cambió la vida.
Cien días de cuarentena: el virus que nos cambió la vida.

Algunos ya no soportan la cuarentena que ya es cientena. Son 100 días che, un toco de tiempo, una tajada tan grande que ya se tragó la mitad del año con el otoño incluido. Ahora no sabemos si no es lo mismo el otoño en Mendoza porque ni lo hemos visto.

Hay algunos que toman con filosofía el asunto y dicen: mejor esperar que sufrir y hay otros que mandan la filosofía al cuerno e insultan en arameo por las restricciones.

Los argentinos estamos demostrando que tenemos carácter, porque semejante enclaustramiento puede ponerle los pelos de punta hasta a los pelados.

Pero el problema fundamental es la incertidumbre. No sabemos cuándo ha de terminar esto. Nadie lo sabe. Si uno le pregunta al presidente de la república cuándo será el final de esta mala historia seguramente responderá “¡Qué se yo!”. Porque se toman medidas y se hacen cálculos, pero la verdad está en el aire, tiene alas y nadie la atrapa.

Qué bueno es tener certeza de algo. La entera seguridad de que algo va a ocurrir. No es nuestro caso. Tenemos que mantenernos a la espera, pero en contra del contenido de la palabra, la espera va desgastando a la esperanza. No es lo mismo la esperanza que teníamos en marzo, cuando creímos que iba a ser cosa de algunos días, que la que tenemos ahora cuando no sabemos nada en cuestión de tiempo.

No sé de dónde sacamos tanto temple para aguantar sin estallidos, aunque algunos estallidos han ocurrido. La situación económica es más mala que pegarle a la madre. Hay gente que ha superado la transición a los ponchazos y hay otros que no han podido superarla de ningún modo.

Me imagino la frustración de aquellos que han mantenido un negocio durante largos años, con esfuerzo, con sacrificio, con la labor de todos los días y ahora se ven ante la posibilidad de cerrarlo. De cerrarlo definitivamente, porque no tienen forma de sostenerlo. Son miles en nuestro país y seguirán bajándose persianas.

Miralo vos al argentino, tan dado a las salidas, a los encuentros, a las reuniones, conteniendo sus ganas de una manera total. Esto tiene que producir algún deterioro en el ánimo.

¿Habrá algún “animómetro” que pueda medir el deterioro? Claro, están los psicólogos que saben del tema, pero ninguno de ellos se ha enfrentado con una situación semejante a lo largo de sus carreras y esto realmente impide tener un panorama real de lo que está ocurriendo.

La paciencia está a la orden del día. No tenemos que ser pacientes, que es en definitiva una voluntad del espíritu, estamos obligados a ser pacientes, que es otra cuestión. Pero la paciencia que tiene que ver con ese asunto de la esperanza también se gasta y entonces lo que ayer eran sonrisas se transforman en muecas, lo que ayer era una buena disposición de ánimo se transforma en nada, porque ya ni ánimo nos queda.

Sepa, entonces, compañero: no solucionamos nada dándole cabezazos a la pared ni haciendo un ovillo con los nervios. Se trata de tener temple, de aguantar lo máximo posible, porque ha de llegar el día en el que se levanten las compuertas y podamos ser libres otra vez, enteramente libres.

Tal vez entonces digamos: “Hemos recibido una gran lección. Hemos aprendido todos juntos, como alumnos de la vida, toda la importancia que tiene el tiempo”.

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