“Un brazal de amigos”, la columna de Cristina Bajo

Casi todas las plantas me traen el recuerdo de un amigo, de alguien querido que me regaló un tallo o un brazal de ramas.

Cristina Bajo, escritora y columnista de revista Rumbos.
Cristina Bajo, escritora y columnista de revista Rumbos.

Cuando abro la ventana de mi dormitorio, lo primero que veo es una franja del jardín que da al portón de entrada. La medianera está cubierta por una hiedra de hojas pequeñas que al final del invierno se vuelven color púrpura y cuando llegan las lluvias se tornan verdes. Junto a ella hay otra, más invasora, la más común de las hiedras, de un verde oscuro y perenne. He pensado en trasplantarla, pero las hiedras son muy emotivas, y no quiero arriesgarme: esta planta me la regaló mamá y la trajimos de la casa de Cabana; no me vio nacer, pero sí vio nacer a mis hermanos menores.

En el cantero inferior, tengo achiras de hojas bordó, geranios de varios colores, dalias que duermen en invierno y “tacos de reina”, entre ellos, uno de color amarillo que no sé de dónde vino.

Las achiras de hojas verdes están sobre el terreno que da al ventanal del living, pero estas se intercalan con las dalias, que renacen casi al mismo tiempo. Hacia la izquierda, tengo una planta gigantesca, la “oreja de elefante”, y hacia la derecha los malvones que florecen todo el año; amo los blancos porque me ha costado conseguirlos.

Haciendo escuadra hacia el fondo, tengo un níspero, un laurel de cocina, un limonero pequeño y un naranjo que este año me dio varias naranjas grandes y perfumadas. Hacia la derecha, en un triángulo no muy grande, crece un robusto romero –suelo tener unas ramitas en mi escritorio–, un tímido tomillo, un poco de orégano, yerba buena y, de vez en cuando, cebollitas de verdeo, un puerro, perejil. Y desde atrás, a veces invadiendo, se arrastra una zarzamora, con sus hojas puntiagudas y espinosas y sus frutos, que parecen de cuento, tan tonificantes.

Más al fondo, crece una planta de tuna: me encanta el fruto y este año me dio algo más de una docena, que comí con mucho gusto después de sacarles las insidiosas espinitas con papel de diario: es mi fruta de medianoche. Por desgracia, un granado que me regalaron se secó; su fruto es muy saludable, así que pronto plantaré otro, lejos del anterior, a ver si prospera.

En esa zona tengo un quebrachito que está tratando de suplantar al sauce caído –que me acompañó tantos años–, dos cafetos que amo porque dan una linda sombra en verano y pierden sus hojas en invierno, y un castor que, dicen, espanta moscas, mosquitos y otros bichos.

En el patio grande, sobre poyos también de ladrillos, tengo macetas de todos los tamaños con helechos, begonias y “suculentas”. Y junto a la puerta de la cocina, un enorme jazmín paraguayo que me regaló una amiga escritora y en este momento es una nube de flores celestes y blancas, además de un rosal de casi dos metros que ha dado rosas todo el año.

Lo mejor de esta historia es que casi todas las plantas me traen el recuerdo de un amigo, de una persona que felizmente se dispuso a plantarlas; que apareció con un manojito que sacó de un bolso, envuelto en papel de diario, que robó a escondidas un tallo a un vecino o que trajo un brazal de ramas en el baúl del auto.

Algunos ya no están, unos pocos se perdieron por cuestiones de ideas y otros viven en el exterior... Muchas fueron personas que trabajaron durante un tiempo en casa y varios de mi sangre que no viven cerca. Pero estas plantas me recuerdan a cada uno de ellos: es un jardín de amigos y aunque suene cursi, al corazón, eso, lo tiene sin cuidado.

Sugerencias: 1) Regalemos plantas, sin olvidar el significado de cada flor; 2) Cuidar de ellas es casi tan bueno como tener una mascota: nos mantiene vivos y alegres; 3) Decorar macetas puede ser creativo. •

* Cristina Bajo, escritora y columnista de revista Rumbos. Contenido exclusivo.

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