“El veneno seductor”, la columna de Cristina Bajo

Al arsénico se lo llamó por siglos el “polvo de la sucesión”, pues era usado para obtener coronas, ducados o herencias.

Cristina Bajo escritora. Foto Ramiro Peryera
Cristina Bajo escritora. Foto Ramiro Peryera

Cuando recordamos algún libro de Agatha Christie, solemos pensar, más que en pistolas o cuchillos, en venenos. No porque ella no usara otros métodos –ni las avispas desdeñó– pero, por entonces, en literatura, se preferían lo insidioso a lo violento.

El veneno nos seduce como seducen las serpientes, temibles, misteriosas y capaces de provocar la muerte con la rapidez de su ataque. Es por eso que la literatura, la pintura, la leyenda y el cine se han ocupado de él. No soy inmune a esa atracción –he escrito sobre venenos y tengo una novela sobre el tema– y recuerdo haber hablado de los Borgia, que tenían fama de deshacerse con pócimas venenosas de enemigos o aliados cuando ya no los necesitaban.

Hoy en día no pensamos en el veneno como un recurso para asesinar, pues nos suena a cosa de novela policial anticuada. Lo de hoy son las armas de fuego, las bombas, los tóxicos desparramados en un subte de Japón o, por un descuido, en Chernobyl.

Sin embargo, el envenenador, el envenenado y los venenos pertenecen, como la tortura, los atentados terroristas, los campos de concentración y las guerras imperiales, a una zona oscura de la voluntad humana.

Se considera al veneno el arma del cobarde, pero más de una vez hemos visto –y recuerdo un caso que sucedió en mi infancia– que suele ser la única salida que encuentra el débil para librarse de la extrema crueldad del más fuerte y que, a lo largo de la historia y legendariamente, es la mujer quien más ha acudido a él.

El arsénico tuvo el dudoso honor de ser apodado el “polvo de la sucesión”, pues fue usado para obtener coronas, ducados o herencias. Los romanos estaban muy al tanto de eso: una mujer gala, Locusta, era quien proveía a los poderosos del arsénico necesario para matar a quien les estorbara. Nerón eliminó al heredero legítimo del trono británico y, por las dudas, a unos cuantos más. En algunos años, el número de envenenados fue tan grande, que el siguiente emperador, Galba, decidió cortar por lo sano y mandó a matar a Locusta.

Durante el Renacimiento, en Italia, los Borgia empleaban un veneno llamado Cantarella al que “engordaban” con fósforo... También se sabe que, por aquellos años, algunos nobles flamencos, italianos y franceses fueron despachados elegantemente a través de unos guantes de antílope, del beso de una joven cuyo lápiz labial había sido contaminado –la inocente moría junto a la víctima elegida– o, como cuentan Borges, Druon y Eco, tentados por un libro cuyas páginas estaban emponzoñadas.

En Italia –siglo XVII– hubo dos famosas envenenadoras: una era la Toffana, quien presumía de haber hallado un tóxico con el que habría matado a unas 600 personas; la otra, Hyeronyma Spara, quien proveía de otras pócimas a las mujeres con maridos incómodos.

Algunos venenos fueron usados, por milenios, para la cosmética: en el siglo XX se descubrió en Egipto la momia de una bellísima joven de piel perfecta: según trascendió en los medios, el uso excesivo de arsénico la había matado.

La belladona también ha tenido sus víctimas, pues contiene tres alcaloides que, unidos a otra substancia de la planta, ataca la respiración y el corazón, provocando la muerte. Asociada históricamente a la superstición y la brujería, recién hace un siglo que la ciencia empezó a entender su forma de actuar: es mortal, pero usada en ciertas dosis puede ser un excelente remedio.

Sugerencias: 1) Cuidado con algunas bebidas refrescantes: estudiemos qué contienen; 2) No coman ningún fruto de nuestras sierras sin conocerlo: pueden ser peligrosos; 3) No ingerir acelga o espinaca crudas: tienen una toxina que se va con el primer hervor.

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