“Arquilla de curiosidades”, la columna de Cristina Bajo

Al abrir ese pequeño cofre que contenía el escapulario de mi infancia, quedé prendida en un limbo de recuerdos.

Cristina Bajo, escritora y columnista de revista "Rumbos".
Cristina Bajo, escritora y columnista de revista "Rumbos".

Hace años leí un libro porque me sedujo el título: Arquilla de curiosidades. No recuerdo el nombre del escritor; podría buscarlo en Internet, pero les dejo esa tarea a ustedes para que se entretengan en tiempos de encierro. En su momento, se escribió mucho de esta novela y del escritor que, si mi memoria no me engaña, era joven.

Me gustó el título y lo que decía la contratapa: un hombre asiste a una subasta y lidia con otro para llevarse esta “arquilla”, una especie de cofre de tiempos pasados, donde la familia iba guardando las cosas del recién nacido durante parte de su vida. Digamos, sin que esto sea literal –es solo la sombra de un recuerdo–: los primeros escarpines, la cucharita de su papilla, el gorrito de bautismo, etcétera, hasta llegar a… No recuerdo si su juventud o su muerte.

Quizás era un buen libro, pero a mí me desilusionó un poco: había algún misterio de por medio, pero creo que, con cada objeto que el nuevo propietario se encontraba, el autor nos iba contando una historia sobre aquél, sin que necesariamente se supiera cómo había llegado al arconcito. Así las cosas...

Todo esto va porque, como suele pasarme en estos tiempos más seguido que antes –debido al encierro y a falta de vida social–, se me da por ordenar bibliotecas, placares, baúles y cuanta cosa –más o menos intocada por años– descubro. Así recuperé esta especie de arquilla de curiosidades mía y fue así como ese día no terminé de ordenar nada, pues quedé prendida en un limbo de recuerdos, algunos muy lejanos, al abrirla.

Lo que primero encontré fue un escapulario, de aquellos que advertían, entre signos de admiración: “¡Detente, el Corazón de Jesús está conmigo!”, que me fue impuesto –no de imponer, sino de colocar– por mano de una de aquellas benditas monjas a las que con tanto amor y agradecimiento recuerdo. Y a la vista está que aquel detente cumplió con su cometido, pues no tengo quejas de mi niñez, y solo hermosos recuerdos, muy pocos graves: la pérdida de una hermanita que murió al nacer y nunca vimos fue la más triste.

No recuerdo si me fue dado por la hermana Esther, o quizá por mi maestra de piano, la hermana Emilia, ya anciana, con la que pasaba tardes enteras entretenidas no solo en la enseñanza de música, sino de la costura, o haciendo un herbario. Me emocionó ver el escapulario muy ajado, porque lo usé años, sin sacármelo ni cuando me bañaba. Tampoco se podía tirar si estaba viejo. Creo que ya cumplía cerca de quince años cuando lo guardé en esa caja, junto con las estampitas de mi primera comunión.

Encontrar las estampas, con mi nombre y la fecha, me recordó a mamá en cama, cosiendo a mano mi hermoso vestido de comunión: estaba embarazada –creo que de mi hermano Pedro– y debía hacer reposo, así que cosió a mano aquel bonito vestido con el que poso en una foto que guardo todavía.

Lo próximo que hallé fueron las postales que un norteamericano amigo de mi padre –quería llevarnos a los Estados Unidos– nos enviaba por Navidad; yo las rescataba de la bandeja de correo y las guardaba: navidades con nieve, niños en trineos y escritas en inglés. Recuerdo que, cuando dejamos Cabana, estuve por tirarlas, pero alcé la caja con un nudo en el pecho mientras me decía que era tiempo de crecer. Poco después, me casaría.

Sugerencias: 1) A medida que envejecemos, miremos, de vez en cuando, las fotos familiares: nos mostrarán cuántas fueron nuestras pérdidas, pero también muchos momentos felices; 2) En un hermoso cuaderno artesanal he comenzado a escribir algunos recuerdos: me resulta una tarea muy sanadora. •

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