Quién era M’hijo el dotor

Luis Alberto Romero - Historiador - Especial para Los Andes

En 1903 se estrenó en Buenos Aires la obra teatral de Florencio Sánchez M’hijo el dotor. Causó muy buena impresión, y se la incluyó entre las fundadoras del “teatro nacional”, pero hoy se representa poco y se lee menos. En cambio, su título tuvo una historia propia muy exitosa, al punto de haberse convertido en un lugar común, y en origen de un gran equívoco.

En su uso corriente, el hijo doctor resume la historia del inmigrante, que luego de recorrer otras etapas de su ascenso -un empleo estable o un negocio por su cuenta, y la casa propia- completa su laborioso recorrido cuando su hijo obtiene el título de doctor: un abogado o un médico, con una carrera profesional y posiblemente política.

Los padres hicieron grandes esfuerzos para educar a sus hijos, convencidos de que así aseguraban su futuro. También se esforzó el Estado, que primero montó un sistema de enseñanza primaria excelente y luego amplió la escuela media y la universidad.

Ambas historias se suman en uno de los procesos mayores de nuestra historia: el crecimiento económico de fines del siglo XIX, la integración de la masa de inmigrantes europeos y la movilidad social ascendente, prolongada por varias décadas, que originó un amplio espectro de sectores medios.

De este relato, esquemático pero verosímil, bien instalado en el imaginario social, surgió lo que José Luis Romero llamó la ideología espontánea del ascenso social, promesa y derecho basado en el esfuerzo personal y el aprovechamiento de las oportunidades.

Pero en 1903 es poco lo que podía verse de esto, salvo el progreso material. La “casa propia” se expandirá un poco después. Para los hijos de inmigrantes, el ideal educativo se concentraba en la escuela primaria -un “sexto grado completo” era un título valioso- y quizás la media, pues la expansión universitaria será posterior. De modo que no es probable que esta historia, razonablemente real unas décadas después, estuviera presente en la cabeza de Florencio Sánchez.

En M’hijo el dotor hay un solo inmigrante, un almacenero gallego, personaje menor. El resto son todos criollos. El drama se desarrolla en una estancia pampeana y sus protagonistas son el estanciero -don Olegario-, un criollo viejo,  su hijo Julio, y Jesusa, ahijada de Olegario. El tema -que recuerda a Padres e hijos de Turguéniev- es el choque de dos generaciones y dos formas de vivir y entender la vida.

Julio -a quien de niño llamaban Robustiano- estudia medicina en Buenos Aires, es un buen alumno pero le falta bastante para ser doctor.  En la ciudad ha desarrollado ideas modernas, muy diferentes de las de su padre, con quien se pelea durante las vacaciones veraniegas. Julio lo trata de una manera amistosa, fuma, lo apabulla con sus conocimientos y le da consejos. Olegario, que tiene una concepción tradicional de la familia y de la vida, no soporta este cuestionamiento de su autoridad paterna, quiere domarlo y en un momento de ira, lo golpea con su rebenque.

Julio cree en la ciencia y el progreso, tiene devoción por la libertad personal y la autenticidad -entre romántica y anarquista- y aplica estos valores a su vida corriente. Así, contrae deudas que su padre habrá de pagar, y en su visita veraniega seduce y embaraza a Jesusa, prometiéndole amor eterno, en momentos en que se comprometía con otra joven, amiga de la familia. Sin culpa, le explica a Jesusa que, pese al hijo en camino, un casamiento entre ellos violentaría su libertad y sus derechos, y que a la larga  ambos serían desdichados.

Como se ve, la obra no tiene nada que ver con el relato montado sobre su título, que sin embargo se adecua muy bien a un contexto posterior. La relación entre inmigración, integración y movilidad  social, tan bien sugerida por el hijo doctor, muestra, de un modo en el que todavía muchos pueden reconocer su trayectoria familiar, algo central de nuestra historia social. Sobre todo porque pertenece al pasado, a una Argentina que dejó de ser así hace al menos cuarenta años. Que quizá se reconstruya. O no.

Pero bien leído, el drama de Florencio Sánchez expone dos problemas de su tiempo cuyas resonancias no son ajenas a nuestra experiencia. Por un lado, la contraposición de la virtud y el vicio, asociados con el campo y la ciudad. Lo de la ciudad viciosa es un tema clásico: en el Génesis se atribuye a Caín la fundación de la primera ciudad, mientras que el campo es el ámbito de la poesía bucólica o de la sinfonía “Pastoral” de Beethoven.

La idea contraria tiene sus propios pergaminos: la polis griega fue el ámbito de la política y de la urbanidad, y la ciudad decimonónica encarna la civilización, contra la barbarie rural. Ambas ideas son expuestas y confrontadas.

El otro tema es la percepción de una crisis moral, generada por el progreso y la contraposición de dos sistemas de creencias y valores, uno tradicional y otro moderno, ambos legítimos e incompatibles entre sí, como los de Olegario y Julio, que el autor expone sin llegar a tomar partido.

Dos mundos, dos morales. Ambas ideas hablan a nuestro tiempo y a nuestra sociedad, hoy escindida y polarizada en dos mundos que viven y juzgan de diferente manera. En 1976, al comienzo de este proceso de escisión, José Luis Romero lo percibió como la contraposición de un mundo normal y otro anómico. Hoy es más fructífero pensar en dos formas diferentes de organizar la vida y la convivencia, difíciles de integrar en un todo común, así como es difícil “urbanizar” una villa de emergencia.

También conviene pensar en dos sistemas de valores que difieren en ideas básicas, como el trabajo, la ley o el sentido de la vida, dramáticamente evidente en el caso de los jóvenes que eligen vivir intensamente, sin temor a morir jóvenes.

En 1903, como hoy, la clave está en los múltiples puentes que entrelazan ambos mundos. No están registrados ni Florencio Sánchez ni este breve esbozo. Ambos son apenas pantallazos, puntos de partida para la reflexión más sistemática sobre problemas, generalmente postergados por la acuciante coyuntura, que alguna vez deberemos enfrentar.

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