Un gobierno desconectado para un año desafiante

Cristina Kirchner regresó del renunciamiento como Alberto Fernández del desacato.

Sergio Massa, Alberto Fernández y Cristina Kirchner
Sergio Massa, Alberto Fernández y Cristina Kirchner

Primero fue el Presidente. Advertido de la crisis institucional que había disparado con su decisión de desobedecer un fallo de la Corte Suprema de Justicia, se replegó hacia una posición apenas menos extrema, pero más apta para argüir que se somete a las normas y el derecho. Alberto Fernández nunca tuvo remilgos para el desacato. Lo demostró al desobedecer en plena pandemia un decreto firmado por él mismo. Pero para enfrentar a la Corte no contaba con funcionarios dispuestos a firmar livianamente un desaire con consecuencias penales y optó por retroceder, sin por eso cumplir con la sentencia.

Luego llegó la vice. Tras la condena que le aplicaron por corrupción, Cristina Kirchner había anunciado a los cuatro vientos que renunciaba a cualquier candidatura. Nadie le pidió que revisara su decisión. De inmediato el vacío se llenó con aspirantes subrepticios al bastón de mariscal. Frente al abismo de la irrelevancia, Cristina volvió sobre sus pasos. El que se va sin que lo echen, regresa sin que lo llamen. Para enmascarar el recule dijo que nunca renunció a nada, que en realidad está proscripta. Como se sabe que es falso su partido entendió en el acto: Cristina se anotó de nuevo en la carrera por conseguir fueros.

Los dos integrantes de la fórmula presidencial están cerrando el año con contramarchas que revelan algo más que sus desconfianzas mutuas, una constante invariable de sus tres años de gobierno. Lo nuevo es la evidencia cada vez más diáfana de que perdieron conexión con el pulso social. Encapsulados en sus recelos conspirativos ya no les llegan señales de los sensores que antes tenían activos en la base de una sociedad que, cuando no los ignora, los rechaza.

La narrativa kirchnerista suena envejecida y huera. Cristina intenta resucitar los mitos del peronismo proscripto y en el exilio. Pero está en el poder, aferrada a su silla en el Senado y sus jubilaciones de privilegio. Alberto busca reflotar el enfrentamiento de federales y unitarios. Cuando reposa su lanza, recoge la guitarra y pide las partituras que dejó en Puerto Madero. Las nuevas polarizaciones que ensaya el relato oficial no permean en la ciudadanía. Y las que siguen vigentes para nada lo favorecen. Giran en torno a dos ejes: inflación y corrupción.

La escena global que le espera a la Argentina para el año que se inicia es un desafío adicional de primer orden para la pareja desavenida que gobierna el país. En las actuales condiciones, Latinoamérica se encamina a una desaceleración económica en 2023. Un declive que dañará aún más la trama social. La Cepal advirtió en sus últimos reportes que más de un tercio de la población de la región vive en la pobreza: 200 millones de personas.

A ese dato hay que ponerlo en la perspectiva de otras realidades: Latinoamérica experimenta una convulsión migratoria. La Venezuela que festejan los cristinistas es el segundo país del mundo con más exiliados, sólo superado por Siria. El México que admiran los albertistas se pensaba como país de tránsito, pero ya es país de destino para miles de migrantes esclavos del narcotráfico.

Aunque de diferente orden y magnitud, también hay mucho del éxodo de argentinos cifrado en la incomprensión de los nuevos fenómenos sociales que está pasmando al kirchnerismo. La más reciente movilización de masas lo halló confrontando en vano con futbolistas -nuevos ídolos populares- sólo porque pertenecen a una meritocracia migrante.

La asunción de Lula da Silva, su retorno acotado al poder en Brasil, es la imaginería con la que se consuela el kichnerismo, que volvió antes e indaga ansioso el después. La elección argentina de 2023 despejará una incógnita: ¿hubo una ola rosa para el progresismo latinoamericano o (como dice el ensayista Carlos Granés) un tsunami de insatisfacción que favoreció a los políticos que estaban a tiro para aprovechar la marea? El kirchnerismo tiembla cuando le mencionan lo segundo. También la oposición debería observarlo con el cuidado de una premonición.

Pero el desafío de 2023 excede el marco regional. Hay una vertiente de analistas internacionales que señala el año que está concluyendo como el fin de una etapa ilusoria de la globalización -en la que el libre comercio desdibujó los mapas- y el regreso de la geopolítica, la territorialización y la diplomacia de las fronteras.

Ese diagnóstico viene marcado por la guerra en Ucrania. Carlos Pérez Llana, exdiplomático argentino, definió el nudo gordiano de su desenlace: el sueño de Vladimir Putin es una Ucrania neutral, siempre que a la neutralidad la defina Rusia. Inadmisible, por eso continúa el conflicto. Pero esa guerra reforzó una nueva posición diplomática en Estados Unidos: pudo recordarle a Europa que había desconectado sus fuentes de prosperidad de sus fuentes de seguridad.

Allí entra a tallar el diferendo estratégico global abierto entre Estados Unidos y China que hasta ahora venía transcurriendo sin mayores fricciones en territorio latinoamericano. La fragilidad del sistema institucional argentino no presagia buenos augurios para ese desafío.

Una señal de cambio de esos vientos llegará tal vez el día que Juan Grabois, en lugar de hacer algaradas revolucionarias licuadas por plácidos aspersores en Lago Escondido, se anime a protestar en serio en la hermética base que el Estado chino tiene en la no menos patagónica provincia de Neuquén.

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