Sin plan y sin recursos, la economía agoniza

El Gobierno nacional tiene la suerte de no tener enfrente una oposición de su estilo, pero carece de un programa frente a la crisis.

El Gobierno nacional tiene la suerte de no tener enfrente una oposición de su estilo, pero carece de un programa frente a la crisis. / Gentileza
El Gobierno nacional tiene la suerte de no tener enfrente una oposición de su estilo, pero carece de un programa frente a la crisis. / Gentileza

Nadie sabe cuándo terminará la pandemia, pero sí cuándo empieza a delinearse la nueva normalidad política. Será dentro de un mes. EE.UU. elegirá más que un presidente: decidirá si corrige el error más grave de su historia reciente. Si Donald Trump es reelegido, ganará la sombra de la democracia norteamericana. Con la experiencia populista de Trump, el liderazgo global de los EE.UU. se encogió hasta renunciar al prestigio de las ideas que lo construyeron. Esa mancha se expandió incluso hasta sus adversarios.

El sismo político de 2016 -el año del Brexit y del triunfo de Trump- trastornó hasta los cimientos el curso del siglo. Del mismo modo que la pandemia sacudió este año las bases de la globalización. Ni el mejor dramaturgo hubiese imaginado una concurrencia fatal de esos dos vectores. Trump venía con la economía norteamericana en franca mejoría. Gestionó la pandemia de un modo trágico. Y cayó él mismo enfermo en el tramo final de su campaña.

El mundo entero mira el primer martes de noviembre. Las diplomacias más avezadas se resguardan a la espera de ese momento decisivo.

El gobierno argentino tiene, en esa encrucijada, una mezcla de expectativas. Observa el mundo como una grieta entre populismos de derecha e izquierda y a la democracia liberal como a una casaca incómoda. Desearía que los modos autoritarios del populismo obtengan con Trump un triunfo definitivo. Para recostarse escandalizado en brazos de China. Pero también necesita el auxilio del Fondo Monetario Internacional.

Esa combinación del deseo y la urgencia han conducido a la diplomacia nacional a un camino diferente al del resto: mostrar las cartas antes de noviembre. (No es la primera vez. También lo hizo Mauricio Macri en 2016, a instancias de la excanciller Susana Malcorra. Debió recapitular porque no le fue bien).

Alberto Fernández aceleró esta vez su contacto con Xi Jinping. Espera con ansiedad un triunfo de Joseph Biden. En esa línea de trabajo, la Cancillería admitió la coincidencia de actores de ideologías distantes: Gustavo Béliz con su cruzada impotente contra el candidato de Trump en el BID; Carlos Raimundi, progresista honoris causa de la burocracia argentina, con su horrendo apoyo a los crímenes de lesa humanidad perpetrados por la dictadura venezolana.

Esos gambitos torpes son sólo el telón grotesco de una crisis social de profundidades desconocidas. Sólo registrando los padecimientos del primer semestre, más de un 40% de los argentinos se encuentran bajo la línea de pobreza. El desempleo trepó al 13,1% en el segundo trimestre. Y ese número podría triplicarse si se considera a la gente que no pudo buscar trabajo por la cuarentena.

Y sobre las ruinas de una recesión de una década, todavía pesa el rayo de una inflación alta y, además, reprimida, cuya magnitud se esconde en las tarifas congeladas y se estima con la enorme devaluación que el Gobierno intenta esconder prohibiendo la venta de divisas. El tamaño inicial de ese golpe se ve venir con la brecha cambiaria. La economía argentina agoniza.

El Gobierno nacional está desconcertado. Su único avance parcial fue la renegociación parcial de la deuda externa. La realidad lo despachó al olvido. Pese a la postergación de vencimientos, las reservas del Banco Central están cada vez más exhaustas. A un nivel parecido al que solía agitar el actual oficialismo como argumento para alertar desde el llano sobre una crisis de gobernabilidad. El Gobierno tiene la suerte de no tener enfrente una oposición de su estilo, pero carece de un programa frente a la crisis.

El proyecto de Presupuesto 2021 fue presentado como el plan de gobierno. Apenas se abrió ese paquete, el equipo económico recurrió a parches de primera magnitud. Un cepo al dólar que debió revisar para que las empresas y gobiernos subnacionales endeudados no caigan en default. Impuestos nuevos de identidad ampulosa (País, Patria) y moratorias con nombre propio: Cristóbal López. Marchas y contramarchas, como los cambios temporarios sobre las retenciones, el abandono de las microdevaluciones pautadas y el recurso sistemático a una emisión monetaria descontrolada.

El Presupuesto estima una inflación de casi treinta puntos. Los economistas privados calculan 55%. Para diciembre de 2021, el dólar Guzmán es de 102 pesos. Con esa planilla recibirá esta semana al FMI. En el mejor de los casos, los técnicos del Fondo comenzarán a proponer una política fiscal neutra. Un remedio amargo, contraindicado para el año electoral. Y un horizonte que retroalimenta las expectativas de mayor impuesto inflacionario.

Como dicen los expertos en consumo, terminado y gastado el efecto ilusorio de la cuarentena (una restricción que en algunos hogares permitió aprovisionar cierta liquidez), la microeconomía choca de frente con la macro. El desafío será inhabitual: no es lo mismo enfrentar la inflación con empleo que sin trabajo.

Ese conflicto político es el que ven venir los sindicalistas, gobernadores y empresarios que rodean al Presidente. Se trata de una coincidencia curiosa, de efectos aún más singulares. Todos consideran urgente restañar la autoridad dañada del Presidente de la Nación. El método elegido por la mayoría es el de empoderarlo con un cargo menor: la presidencia formal del Partido Justicialista.

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