Sin permiso para sepultar

La construcción de un Cementerio de Disidentes, es decir para quienes no eran católicos, era urgente ante la negativa de la Iglesia de enterrar a ateos o de otras religiones en los suyos.

Sin permiso para sepultar / Orlando Pelichotti
Sin permiso para sepultar / Orlando Pelichotti

El 23 de noviembre de 1867 Antonio Alderete, un líbero español de 28 años, falleció en la ciudad de Córdoba. Su muerte hubiese pasado desapercibida de no ser por la aparente negativa que protagonizó negándose a recibir la extremaunción. Dicha actitud llegó a oídos del obispo de Córdoba, cargo ocupado entonces por José Vicente Ramírez de Arellano, quién suspendió el entierro en el cementerio de San Jerónimo y ordenó una investigación.

Por entonces los cementerios principales eran espacios destinados sólo a fieles católicos y estaba prohibido la inhumación de cultores de otra religión o herejes. Así que mientras se esperaba esclarecer la situación, los restos del pobre Alderete esperaron en las afueras del camposanto. Finalmente se concluyó que las acusaciones eran infundadas y el féretro pudo ingresar. Pero se advirtió que la construcción de un Cementerio de Disidentes, es decir para quienes no eran católicos, era urgente.

Así nació el cementerio del Salvador en cuyo interior descansa alguna de las famosas maestras de Sarmiento y de los investigadores primigenios del Observatorio, entre ellos el joven astrónomo Chalmers Stevens, muerto por el impacto de un rayo en 1884.

Llamativamente el “Escándalo de Alderete”, como se conoció a este episodio, no fue el primer hecho aberrante en torno a negativas funerarias.

En 1874 el astrónomo Benjamin Apthrop Gould, contratado por Sarmiento para levantar el citado observatorio, perdió a dos de sus hijas y tuvo que sepultarlas en el campo donde se emplaza dicho edificio dado que las niñas eran protestantes.

El diario cordobés “El Progreso” señaló sobre la tragedia: “El doctor Gould, Gefe del Observatorio Astronómico de Córdoba, acaba de perder en un momento a sus dos preciosas hijas y la joven aya que las acompañaba, las tres han muerto ahogadas en el río. (…) Susana, que tenía 12 años, la otra menor víctima también, tenía 10 y se llamaba Lucrecia. (…) buscaron un buen paraje, se desnudaron y echáronse al río. La joven aya no se bañaba, y quedó vestida cuidando desde la orilla a las preciosas niñas. De pronto vio que una de ellas se sumergía y que con ademanes desesperados llamaba a la otra hermana mayor. Corre esta, y tras ella se lanza vestida también el aya, pero así como Lucrecia y Susana es arrebatada la pobre joven (…) Los cadáveres no fueron encontrados hasta las 6 de la tarde y a inmediaciones de la ciudad (…) Renunciamos a pintar la desesperación del señor Gould, que lloraba como un niño arrancando lágrimas a todos los que se acercaban a él”.

Días más tarde el mismo diario criticó la falta de un espacio sacramental para las niñas, cuando en Rosario ya existía: “Las hijas de Mr. Gould han sido sepultadas cerca del Observatorio Astronómico, acaso por ser de distinta creencia. Cuándo se tendrá un cementerio de disidentes, para que los deudos y amigos no sufran el doble dolor de perder a los seres queridos, y ver aún sus restos alejados de los que en el mundo y en la sociedad trataron como hermanos. No es la primera vez que hemos visto emigrar los cadáveres, tomar pasajes por el tren y mendigar una sepultura en el Rosario. Ahora, dos ángeles víctimas de una desgracia, van a dormir su último sueño en suelo no bendito”.

Mientras tanto, la niñera aunque era escocesa profesaba la religión católica y pudo descansar dignamente. Sobre las pequeñas, esa no fue la última morada: dos años más tarde su padre hizo un viaje a Estados Unidos y las llevó consigo para ampararlas en la tierra donde habían nacido.

*La autora es Historiadora.

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