Sin palabras

En los viejos tiempos dar la palabra era cuestión de honor. En los años 70 la palabra llegó a matar. Ahora las palabras ya no valen ni dicen nada. Sólo nos queda ser “todes”.

Axel Kicillof, Cristina Fernández y Alberto Fernández. (Archivo)
Axel Kicillof, Cristina Fernández y Alberto Fernández. (Archivo)

Es cierto que acá, en todas partes del mundo y en todas las épocas, los políticos suelen expresar profundas contradicciones entre lo que dicen y lo que efectivamente hacen. Es que la política es una ciencia del hacer más que del decir, como dice el gran filósofo español José Ortega y Gasset. “La política es clara en lo que hace, en lo que logra, y es contradictoria cuando se la define”, sostiene el ensayista hispano.

El problema es cuando no es clara ni en lo que dice ni en lo que hace, como en la Argentina donde se han dinamitado todas las puertas de la razonabilidad. No es que entre nosotros el hacer político sea distinto al decir político, sino que han volado por los aires todas las palabras, que ya ni siquiera quieren decir lo contrario sino que no quieren decir nada.

En el oficialismo ahora se puede decir una cosa y al rato cualquier otra y así sin solución de continuidad hasta el infinito. El gobierno nacional y sus facciones internas se han liberado enteramente de las palabras, con lo cual todo se hace ininteligible, nos hemos quedado sin palabras, o al menos con palabras que expresen algo.

Navegamos en el ruidoso silencio de la incomprensión.

Esa implosión del lenguaje se verificó específicamente esta semana en una patética guerra semiótica donde el sistema educativo conducido por el kirchnerismo, en la provincia de Buenos Aires bajo la égida de Kicillof como impulsor, se alzó contra el idioma español y le propuso a los chicos que se rebelen contra el establishment usando el lenguaje inclusivo. El famoso “todes” al cual su sola pronunciación otorga al enunciador la categoría de defensor de los derechos humanos, de feminista y revolucionario, mientras que condena al que no lo usa al negacionismo más cerril.

En los años 70 las palabras produjeron en política su máxima efectividad histórica: “Por un quítame esas pajas te pasan por la quilla”, decía el genio de Joan Manuel Serrat. O sea, bastaba la menor crítica pronunciada contra un adversario o enemigo para que llovieran balas y las facciones se eliminaran físicamente por la mera acción de las palabras. Hoy vivimos el momento exactamente inverso aunque el gobierno se referencie en los conceptos de aquellos años de plomo. Hoy las palabras no tienen el menor significado por eso se puede decir cualquier cosa sin que pase absolutamente nada. Es el vacío de la palabra. Pasó de bala mortal a cebita, pero ello no implica que haga menos daño. Porque nos deja sin referencia para comunicarnos, a todos e incluso al gobierno. Antes se hacía desaparecer a las personas, hoy desaparecen las ideas.

La expresión más acabada de ese insustancialismo del lenguaje tiene su expresión viva más tajante y contundente en el presidente Alberto Fernández, un hombre que debió negarse a sí mismo, desde la cabeza a los pies, para ser presidente designado por quien jamás le prestó el menor poder.

Pidió perdón por haber estado en contra del pacto con Irán, por haber creído que a Nisman lo mataron y por todas y cada una de las cosas que dijo durante la década que se enfrentó a Cristina. Y luego, cuando supuestamente fue perdonado, siguió diciendo una cosa y la otra y lo que fuera durante lo que va de su presidencia, hasta desaparecer en la nada. Devino fantasma de sí mismo. Como su amigote Sergio Massa que un día juró no parar hasta meter presa a Cristina por corrupción y hoy no sabe cómo hacer para chuparle las medias a fin de que no lo deje en la vía como dejó a Alberto, solo, fané y descangayado.

Mientras con las armas del lenguaje inclusivo se libra una guerra por las palabras (mejor dicho, para destruir cualquier poder de la palabra) y los que van a morir en manos de Cristina la saludan con su mohín más obsequioso y su terror más despavorido, es la misma mujer del poder, la más poderosa de todas, quien aporta su granito de arena en la fulminación de la palabra. Precisamente ella que hizo del relato, vale decir del lenguaje ideológico convertido en acción política, una herramienta excepcional de acumulación del poder, hoy también decide negarse a sí misma en base a las conveniencias de ocasión.

Fue Cristina en 2009, cuando eligió empezar a construir poder propio por fuera del Partido Justicialista, quien contribuyó a entregarle a los piqueteros y movimientos los planes sociales a fin de quitarle poder a los intendentes del conurbano e incluso a los gobernadores peronistas.

Hoy, con el mero discurrir del tiempo y el crecimiento implacable de la pobreza, las organizaciones piqueteras pueden competir en poder con quien se les plante. Entonces Cristina misma comienza la demolición de su propia creación porque ahora necesita darle a los intendentes lo que en 2009 le dio a los piqueteros, y necesita hacer volar por los aires a los movimientos sociales que obedecen a Alberto Fernández.

Luego de más de una década en que el cristinismo llamó gorilas y oligarcas a los que decían que la solución de fondo era el “laburo” y no la asistencia social, ahora es ella la que lo dice, negándose a sí misma. Pero no es que le importe dar trabajo a los que no lo tienen, lo que le importa es sacarle gente a los piqueteros albertistas y, más que crear trabajo privado, lo que está proponiendo es ir incorporando a los asistenciados como empleados del Estado, con lo cual a la postre el remedio será peor que la enfermedad.

En los viejos tiempos, entre la buena gente, la palabra era el equivalente de un documento porque quien daba su palabra de honor es como si estampara la firma, su compromiso con lo prometido era inexcusable. Pero aún sin tamaño valor, la palabra sirve para que nos comuniquemos entre todos. Hoy ha dejado de lado ambas funciones, al menos en la actividad política. Ya nada quiere decir nada o todo quiere decir todo. Lo mismo da.

El más grande invento de degradación de la palabra, creado por la generación kirchnerista, fue el llamado “lawfare”, una estratagema ideológica disfrazada de jurídica por la cual se dictamina que toda acusación penal en el ámbito político carece de absoluta validez, precisamente porque la política solo debe ser juzgada por la política y no por la ley. El poder no genera culpables ni culpabilidad de ningún tipo, es una categoría de acción sobrehumana donde todos sus exponentes están más allá y más arriba del derecho común, una casta privilegiada. Felizmente esta semana la Corte Suprema de Justicia de la Nación reaccionó contra estas pretensiones intentando volver a recuperar los criterios de verdad en este mundo sin palabras.

En donde más ruido hace este silencio de toda verdad es en la política internacional donde navegamos las furiosas corrientes de estos tiempos bélicos pidiéndole apoyo financiero todos los días a Estados Unidos, Europa y el FMI, al mismo tiempo que nos ofrecemos de porteros de Rusia hacia América Latina en plena invasión de Ucrania, o de voceros de Venezuela y Cuba en los organismos internacionales.

Cristina supuso que si inventaba como presidente al tipo que más la había criticado durante sus dos presidencias, sumaría a los que no la querían y mantendría a los suyos. Fue algo delirante pero efectivo. Logró volver al gobierno, pero viene fracasando estrepitosamente. Y para colmo nos ha dejado sin palabras.

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