Prisión domiciliaria: ni privilegio ni impunidad

Si miramos exclusivamente con el ojo de la resocialización la finalidad de la pena, llegamos a soluciones incompatibles con la Justicia.

Imagen ilustrativa
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“En la puerta de la cárcel/escrito está con carbón/ aquí el bueno se hace malo/ y el malo se hace peor.”

El viejo refrán, que hoy recordamos, no puede ser perdido de vista en cualquiera de las miradas con las que abordemos el tema de la prisión domiciliaria. Quiero decir que, atento a él, verificamos que, desde siempre, las prisiones están saturadas, el hacinamiento es un dato de la realidad y quienes sufren sus consecuencias son personas, con todos sus derechos humanos intactos, salvo la libertad.

Pero ello no implica que el hacinamiento carcelario deba ser resuelto con la liberación indiscriminada de los detenidos, ni aún para que cumplieran la detención en la modalidad de domiciliaria, como pretendió el juez de Casación de la Provincia de Buenos Aires, Víctor Violini que, en abril pasado, hizo lugar a un Hábeas Corpus Colectivo, sin ser competente, sin discriminar la gravedad de los delitos (propiciaba liberar pederastas, violadores y asaltantes), ni escuchar a las víctimas de los mismos, todos recaudos imprescindibles a la hora de discernir una prisión domiciliaria. Por eso la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires la dejó sin efecto.

Debemos recordar que el Estado es garante de las personas detenidas, pues la pena reside en la privación de libertad y no en el cese de los otros derechos fundamentales, como es la salud física y psíquica de dicha población.

Que el propio Estado postergue el cuidado de las personas en contexto de encierro, no lo legitima a prevalerse de la supuesta inutilidad del encierro en esas condiciones (“ausencia de resocialización, en el caso de los penados”) cuando es el creador de esas condiciones. Es un consagrado axioma jurídico que nadie puede utilizar la legítima defensa, en una situación creada por quien dice defenderse. Si a raíz de la pandemia en un hospital faltan camas, no se envía a los pacientes a sus hogares, se los deriva a otro nosocomio, como alguna vez recordaba Diana Cohen Agrest.

Si miramos exclusivamente, con el ojo de “la resocialización”, la finalidad de la pena, desequilibramos gravemente su sentido y llegamos a soluciones incompatibles con la Justicia. Ya nadie duda de que la pena también es retribución del mal que el delito causó. Si esto es así, no podemos olvidar a quienes sufrieron el mal, las víctimas, y negarles el derecho a ser oídas, máxime cuando ese derecho está reconocido, tanto a nivel nacional (Ley 27.372) como supranacional.

Por haber tenido en cuenta estos fundamentos, es que aplaudimos el acuerdo institucional sobre la situación de las personas privadas de libertad en contexto de pandemia, suscripto entre la Suprema Corte provincial, la Procuración General y la Defensoría General, para despejar el dilema del título de estas breves consideraciones: Ni privilegio ni impunidad.

Allí se puntualizan los criterios de evaluación que se recomienda tener presente a la hora de decidir las prisiones preventivas, condenas y solicitudes de prisión domiciliaria.

Se identifica a los grupos de riesgo (más de sesenta años, mujeres embarazadas y/o con enfermedades respiratorias, cardiovasculares y diabetes); se debe tener en cuenta la gravedad de los delitos (cuando afectan la vida, la integridad física o sexual y la violencia de género); la situación procesal y duración de la condena; requiere la actuación previa de las víctimas durante la tramitación, y recomiendan que el Servicio Penitenciario profundice las medidas del cuidado de la salud de los internos.

Así, con pragmatismo y criterios flexibles no dogmáticos, han aportado las soluciones más próximas al valor justicia.

Producción y edición: Miguel Titiro

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