Nunca llegó el mundo que prometió el kirchnerismo

Nunca amaneció el campamento estudiantil y solidario que esperaba el kirchnerismo como resultado de la crisis final del capitalismo. Algo de lo que se convenció a sí mismo cuando el sistema económico global se preguntaba cómo se las arreglaría frente al parate mundial.

Nunca amaneció el campamento estudiantil y solidario que esperaba el kirchnerismo. /  Foto: Archivo / Los Andes
Nunca amaneció el campamento estudiantil y solidario que esperaba el kirchnerismo. / Foto: Archivo / Los Andes

El Gobierno nacional se contorsiona frente a innumerables dificultades porque nunca amaneció el mundo con el cual se ilusionó cuando cayó en la cuenta de la calamidad inesperada de una pandemia global.

Nunca amaneció el campamento estudiantil y solidario que esperaba como resultado de la crisis final del capitalismo. Algo de lo que se convenció a sí mismo cuando el sistema económico global se preguntaba cómo se las arreglaría frente al parate mundial.

Esa disrupción explica buena parte de la gestión disfuncional de la pandemia en la Argentina, de sus efectos humanitarios y económicos, y de la desesperanza y agitación política con la que el Gobierno intenta disimular sus responsabilidades, antes de que sean evaluadas en las elecciones de este año.

Dos momentos de la emergencia sanitaria dan cuenta del modo en que la lógica de la oferta y demanda nunca se suspendió -todo lo contrario- mientras el oficialismo apostaba el país entero al colapso terminal del capitalismo.

Sucedió mientras el Gobierno aseguraba el fin de la globalización impiadosa: otros países tomaron la delantera en la compra de tests y equipamiento para camas críticas. Ocurrió lo mismo al momento de disputar en el mercado global la adquisición de vacunas. La sumatoria de esos yerros es el conflicto de hoy: aumento de los contagios, inmunización insuficiente, autoridad política licuada.

El oficialismo se aferró a un dato cierto de su diagnóstico: la pandemia puso en evidencia la fragilidad extrema de la gobernanza global. Pero se empecinó contra todas las evidencias restantes. Si sobrevino una diplomacia casi bélica por las vacunas es porque jamás desapareció la lógica del valor diferencial de los recursos escasos.

Contrariado, enfrentó al capitalismo supérstite con la versión que prefiere: el capitalismo de amigos. El empresario Hugo Sigman se esfuerza en estos días dando las explicaciones que adeuda el Estado por vacunas que se compraron, se pagaron y nunca llegaron. En su reemplazo, fue presentado en sociedad Marcelo Figueiras, otro emprendedor ligado al oficialismo que asegura tener una solución de corto plazo para la escasez de vacunas.

Tampoco amaneció la gran moratoria universal a la que hace un año aspiraba el equipo económico de Martín Guzmán. La deuda con acreedores privados se renegoció en los mismos términos que los bonistas planteaban antes de la pandemia. También se omitieron las prevenciones del Fondo Monetario, que recomendaba preparar y exhibir un programa económico sustentable.

Como consecuencia, persisten hoy las mismas dificultades, tales como evitar la cesación de pagos al Club de París. En un contexto que tiende a agravarse: el aumento de las tasas de interés a largo plazo en Estados Unidos se ha convertido en un foco de preocupación financiera global. Su evolución anticipa turbulencias en los mercados emergentes.

Pero el Gobierno argentino parece ajeno a esas advertencias. Imagina una renta extraordinaria por los valores crecientes de la soja, se apresura a recalcular las retenciones, y los senadores oficialistas le piden a Alberto Fernández que la nueva asignación de Derechos Especiales de Giro del FMI no sea utilizada para equilibrar las deudas, sino para gastos de la pandemia.

En esa ecuación simple, el fondo Templeton tradujo “pandemia” por “elección”. El mayor tenedor de bonos del país desarmó sus posiciones en pesos y compró dólares por 600 millones, aprovechando el veranito cambiario. Como en los tiempos en que el kirchnerismo se indignaba por la fuga de divisas.

La movida de Templeton sugiere una pregunta inquietante. La crisis terminal del capitalismo, de la que tanto se persuadió el Gobierno, ¿seguirá incluyendo para Argentina una expectativa devaluatoria de los mercados para después de cada elección? Sería sin dudas una singularidad curiosa: los rodrigazos argentinos habrían alcanzado una supervivencia de artrópodos, inmunes a un desastre nuclear.

Lo que sí amaneció en la política a un año de la pandemia fue la derrota del populismo en Estados Unidos. El cambio más significativo para la escena global. Con Donald Trump perdió -no por mucho- un concepto de acción política: la teoría del enemigo interno como justificación última y única del arte de gobernar.

Aunque el oficialismo ya observó esa derrota, el derrumbe simultáneo de salud y economía lo empuja a reiterar la receta. El virus es un enemigo invisible; la oposición no. La agresividad contra el adversario no es un derrape discursivo del oficialismo, sino un recurso estratégico. La pauperización creciente y la hostilidad frente al resto del sistema político son el core business, la aptitud central y distintiva. La combinación más eficiente para agenciarse potencia electoral. Y la más necesaria para establecer su ventaja competitiva.

Ese concepto está en el núcleo de la judicialización del conflicto con la Ciudad de Buenos Aires por la apertura de las escuelas. La renuncia del Estado nacional a articular consensos, la estrategia de trasladar el desmanejo ejecutivo a la puerta de los tribunales tiene para el oficialismo un doble efecto positivo. Descarga sus responsabilidades de gestión en espaldas ajenas y reúne a aquellos a los que quiere señalar como enemigos: la oposición política y el Poder Judicial.

Nada mejor en la emergencia que depositar los conflictos políticos irresueltos en los tribunales. Para indignarse luego por el gobierno de los jueces.

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