Mi amigo Napoleón

la idea de pasar unos días de convivencia en Cacheuta con mi amigo Napoleón se me figuraba como una gran oportunidad para acortar las distancias y aunar los vértices de esas rectas en fuga hacia destinos disímiles que eran desde hacía tiempo nuestras vidas.

Posadas en Cacheuta
Posadas en Cacheuta

Mi amigo Napoleón decía que los machos estábamos perdidos. Tomaba su cerveza condorina de a sorbos largos y espaciados, se metía un puñado de maníes en la boca iracunda y volvía a repetir aquello mientras masticaba su salmodio. Tíos —decía—, llevo aquí dos días y sus mujeres ya me han llamado “machista” al menos diez veces. Cuando decía “sus mujeres” no se refería desde luego a la mía —¡pobre santa! —, se refería a las mujeres de Rafa, de Carolino y de Ricardo, con quienes venía discutiendo sin pausa ni respiro. Napoleón las toreaba y ellas salían a hacerle frente revoleando sus flequillos, y entonces la batahola en el camping de Cacheuta se prolongaba hasta altas horas de la noche.

“¡Cabeza de salchicha tóxica!” “¡Arpía calienta braguetas!” “¡Troglodita botarate!” “¡Engendro con tetas!” “¡Cipayo pecho frío!” Los insultos que se cruzaba Napoleón con las mujeres azotaban mis oídos hasta hacerles sudar cera. Yo abrazaba a mi Santa y tapaba sus orejas con restos de la morcilla del asado, otras veces con los corchos de las botellas de vino de las bodegas que habíamos visitado: “Querida, Napoleón se exalta, pero no asalta, no escuches sus insultos” —rogaba yo a mi ‘dulce durazno’ del Valle de Uco para que no me prohibiera su amistad—. Y mi Santa transigía, porque con quién más le gustaba discutir a Napoleón era con María Popina, la esposa de Carolino, que se especializaba en Derecho en Gestión Ambiental y de Aguas, y sola y sin ayuda podía rebatir los argumentos de nuestro amigo.

“¿Con tantas restricciones cómo van a venir invertir los capitales? ¡Argentina está fuera del mundo!” se quejaba Napoleón con Ricardo, que había participado junto a su mujer en las marchas contra la mega minería durante el último año. “¡Todos los argentinos bajamos del barco, por eso acá no hay negros!”, lanzaba como gargajo a la mujer de Rafa, una dominicana con la que ya llevaba quince años de convivencia y tres hijos mulatos más argentinos que el fútbol.

Napoleón estaba decepcionado de nosotros. En otro tiempo, nos hubiera excretado la palabra “pollerudos” o “maricones” en la cara, sin que se le moviera el jopo. Pero estaba viejo, los cuarenta nos habían caído como el piano de cola Buñuel en la cabeza, con burro muerto y todo, y a él los años lo habían puesto más taciturno y acaso más ladino. O quizá estoy exagerando y mi amigo Napoleón sólo se cuidaba, para no arribar al punto en que habíamos llegado una década atrás, en esa conversación extraña que cerramos con el portazo de la distancia. Ahora, en vez de espetarnos el insulto en la cara se las tomaba con nuestras mujeres, sin sospechar el guantazo de una respuesta franca.

En alguna época lejana, en la juventud o última niñez, formábamos un polígono perfecto entre mis amigos, Napoleón y yo. Antes de que partiera a EEUU en busca de mejor suerte y yo me quedara en Luján de Cuyo convertido en el vocero de sus aventuras. Que Napoleón había cambiado de trabajo, que se había mudado a Nueva York y entraba en el J.P. Morgan, que luego se trasladaba a Washington, que ahora Napoleón cambiaba de consorcio financiero y se asentaba en Barcelona y así… Yo pasaba las noticias, sobre el telón de fondo de mi apasible existencia rutinaria, suponiendo que la verdad de la milanesa estaba en otra parte, junto a las papas fritas y la sal. Por eso, la idea de pasar unos días de convivencia en Cacheuta se me figuraba como una gran oportunidad para acortar las distancias y aunar los vértices de esas rectas en fuga hacia destinos disímiles que eran desde hacía tiempo nuestras vidas.

El pentágono se había abierto y no llegaba a discriminar qué clase de figura armábamos ahora. Por eso, le insistí a mi amigo Napoleón en que nos quedáramos de campamento unos días más, que nos fuéramos río arriba, solos nosotros dos, sin las mujeres ni el resto de nuestros amigos: “Con lo puesto”, le dije. Napoleón me miró pensativo, estiró una sonrisa aprobatoria y de pronto sentí que volvíamos a tener quince años.

Mi amigo Napoleón nunca supo poner el hombro en el scrum y clavar en la tierra los talones para bancar con la espalda el empuje de diez monos. Pero el tipo agarraba la pelota y corría… ¡Patitas! Flaquito y de largas piernas, corriendo levantaba más polvo que el zonda. Llegamos a ser campeones de la Federación.

Mi Santa consultó el pronóstico del tiempo y anunció que se avecinaba tormenta con probable granizo. “¿Granizo?” Mi amigo Napoleón arqueó las cejas, recordando seguramente esos hielos caídos del cielo con forma de pelota, y nos invitó a cerrar la acampada en el spa más caro de Mendoza. “¡Pago yo!”, dijo a lo macho.

* La autora es periodista y escritora. Investigadora Conicet. Su novela “Mundo Orco”, galardonada con el Premio Futuröck 2022, está próxima a publicarse.

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