Lula en la plaza de Cristina

La realidad demuestra que la integración regional no se construye desde la afinidad ideológica ni desde la amistad de los gobernantes, sino desde la solidez de las instituciones en los países que van tejiendo lazos de integración.

Su principal error cuando ocupó la presidencia de Brasil: tener una mala política exterior, particularmente en la región.
Su principal error cuando ocupó la presidencia de Brasil: tener una mala política exterior, particularmente en la región.

Lula da Silva tiene una razón moral y emocional para aceptar ser parte de un acto partidario en Argentina, pero vuelve a cometer lo que fue su principal error cuando ocupó la presidencia de Brasil: tener una mala política exterior, particularmente en la región.

El suyo fue un buen gobierno. Fue la versión latinoamericana de Felipe González. Su gestión fue exitosa.

Mantuvo la macroeconomía de su lúcido antecesor, Fernando Henrique Cardoso, y su manejo del poder no tuvo vicios antidemocráticos como la estigmatización y exclusión de los adversarios, ni ataques a la prensa crítica, ni concentración desmesurada del poder con construcción de culto personalista.

Lula no tuvo esos vicios cuando ocupó la presidencia, pero si lo tuvieron Hugo Chávez y el matrimonio Kirchner.

Promover inversiones en la región de grandes empresas privadas brasileñas sobornando a las dirigencias locales, fue uno de los flancos débiles de su política exterior. El otro flanco débil fue integrar ese “club de amigos” que construían poder personalista con ideologismos autoritarios en Venezuela y Argentina.

La realidad demuestra que la integración regional no se construye desde la afinidad ideológica ni desde la amistad de los gobernantes, sino desde la solidez de las instituciones en los países que van tejiendo lazos de integración. A esas instituciones las debilitaban liderazgos con instinto hegemónico de matriz autoritaria, como el del exuberante líder venezolano. En esa vereda estuvo Lula, aunque en la política interna su gestión presidencial fue excelente.

Continuando su desenfocada visión exterior, el líder del PT aceptó la invitación de Cristina Kirchner y Alberto Fernández para subirse al escenario kirchnerista en la Plaza de Mayo. Desde lo moral y emocional, se entiende. El presidente argentino se solidarizó activamente con él cuando se encontraba encarcelado por el juez Sergio Moro.

En esa dramática circunstancia, Lula colocó su caso en el mismo estante en el que se encuentran las causas por corrupción contra Cristina Kirchner. A la actual vicepresidenta le conviene presentar su caso y el de Lula bajo el mismo rótulo: lawfare. Pero la verdad es que son muy diferentes.

El líder brasileño no cambió la matriz de corrupción que lo precedía y mediante la cual las grandes empresas financian la política a cambio de obra pública y otras prebendas. Pero ni creó esos esquemas oscuros ni se enriqueció con ellos. Esto no lo justifica, pero sitúa su caso con mayor precisión y lo iguala con lo actuado por sus antecesores en el cargo.

Su encarcelamiento fue, a todas luces, una tropelía perpetrada por un juez ambicioso que, por allanar el camino al triunfo de Bolsonaro sacando a Lula de la carrera por la presidencia, recibió como pago un “super-ministerio” que fusionaba Justicia y Seguridad.

En procesos como el del tríplex de Guaruyá, nunca hubo pruebas contundentes. Todo lo contrario a las principales causas contra Cristina Kirchner, donde las pruebas saltan a la vista en el propio patrimonio de la ex presidenta.

Se entiende que, por agradecimiento debido al apoyo recibido en sus peores momentos, Lula tenga gestos hacia el gobierno argentino. Alberto Fernández fue uno de los pocos que reclamó por el líder brasileño cuando estaba recluido en Curitiba.

Pero participar de un acto kirchnerista que implica una usurpación partidista de una fecha de todos los argentinos, implica intervenir en la política interna de otro país.

Bolsonaro reaccionó con indignación, aunque no tiene autoridad moral para indignarse, ya que él hizo lo mismo al pronunciarse en varias oportunidades a favor de la reelección de Macri y luego con críticas subidas de tono hacia el kirchnerismo y hacia el presidente Alberto Fernández.

A partir de prácticas potenciadas por Hugo Chávez, la injerencia en procesos electorales de países vecinos se convirtió en un mal hábito latinoamericano.

No obstante, los estropicios del actual presidente brasileño no justifican la desubicación de Lula. Debería saber el líder obrero que podría reconquistar el Palacio del Planalto, que el acto por el día de la democracia, si bien debiera convocar a todos los argentinos y dar un lugar protagónico a toda la dirigencia democrática del país, fue abducido por una facción política que convocó a su propia parcialidad.

Lula también debiera saber que ese acto partidario que excluyó del escenario a los representantes de todo el arco político, se financió desde las arcas públicas y no desde el partido y la dirigencia que lo organizaron para su propio rédito político.

En cualquier Estado de Derecho con cultura democrática medianamente sólida, que un partido le haga pagar al Estado su acto partidario sería un escándalo que implicaría denuncias por corrupción. No puede ignorarlo Lula. Por eso se justifica preguntarle por qué no canalizó su gratitud y su amistad de un modo más democrático y menos injerencista en la política interna de la Argentina.

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