Los cuchillos que se afilan en las piedras

Ocurre que para Alberto Fernández la política exterior se restringe al ejercicio del guiño. Diplomacia trapito, adulación de ultramar. Mezcla de mendicidad y canchereo.

Alberto Fernández y Xi Jinping / Gentileza
Alberto Fernández y Xi Jinping / Gentileza

Mientras la crisis económica se acerca a un nuevo y más angosto cuello de botella en marzo, el Gobierno nacional resolvió desandar sus módicos avances en los tres requisitos imprescindibles para acordar con el FMI. Las dudas sobre el programa de estabilización económica continúan. El consenso interno para aplicarlo parece más viable afuera que adentro del oficialismo. Y la torpeza diplomática complicó el consenso externo, la precaria anuencia de Estados Unidos en el directorio del Fondo Monetario Internacional.

El telón de fondo es una aceleración de las complicaciones económicas, con impacto social inmediato y consecuencias en la gobernabilidad. Mientras Alberto Fernández caminaba en su reciente gira internacional, la prensa española sintetizó ese escenario.”La situación económica de Argentina registra niveles de emergencia: la inflación anual supera el 50%, el peso pierde valor cada día y la deuda externa se ha vuelto impagable. Las reservas internacionales que tiene el Banco Central no alcanzan para cubrir en marzo un vencimiento de 2.900 millones de dólares con el FMI, sólo una pequeña parte de los 19.000 millones de dólares que debe pagar durante todo 2022. En este contexto, Argentina está urgida de dinero fresco y corre peligro de buscarlo a cualquier precio”.

El resumen corresponde a un editorial del diario El País. Es el mismo periódico que hace dos años ponderaba los intentos de Fernández por emular el tono del jefe de gobierno español, el socialdemócrata Pedro Sánchez. Ahora advierte: el multilateralismo a la usanza argentina es hablar con todos sin comprometerse con nadie. Pedirle un favor a Estados Unidos un día para destratarlo al siguiente. Ofrecerle brazos abiertos a Rusia en el mismo momento en que Putin encabeza una escalada bélica, nostálgica de la bipolaridad de la Guerra Fría.

Fernández superó en China esa descripción. Su embajador, Sabino Vaca Narvaja, intentó seducir al líder chino Xi Jinping con una antigua canción maoísta. Xi Jinping sonrió. Hijo de un ministro de propaganda de Mao, se educó en un colegio reservado a la élite del Partido Comunista. Pero cuando Mao persiguió a sus padres por desavenencias políticas, el propio Xi fue encarcelado por los Guardias Rojos y luego destinado a juntar estiércol en una granja. Dormía en una cama de ladrillo, cenaba en gachas y su inodoro era un balde, recuerdan sus biógrafos. En esa desgracia, Xi acuñó un lema: “Los cuchillos se afilan en las piedras”.

Regresó de esa postración por la revancha. Cuando llegó a la jefatura del Partido Comunista (al que considera la única forma de gobernabilidad posible para la unidad del gigante chino), Xi encarceló a más de 100 mil funcionarios de distinto rango en nombre de la lucha contra la corrupción.

Xi comparte con Putin una misma mirada sobre la caída de la antigua Unión Soviética: ocurrió cuando el comunismo comenzó a ser permeable a las demandas democráticas y los derechos humanos. A Xi se lo recordó su padre cuando vio las protestas en la plaza de Tiananmen: le dijo que la única opción era reprimir.

La Ruta de la Seda que Xi Jinping le propuso a Alberto Fernández es un megaproyecto de inversión global con presencia en más de 130 países que representan el 48% de la población mundial. Xi sostiene que China no exporta revolución. El suyo es un proyecto de expansión y generación tecnológica de dependencia.

La reunión que tuvieron el canciller Santiago Cafiero con el secretario de Estado norteamericano Anthony Blinken no sólo incluyó la urgencia argentina por el acuerdo con el Fondo. Con las reuniones de Fernández con Putin y Jinping a horas vista, Estados Unidos preguntó sobre la mirada diplomática de Argentina, que este año por primera vez en su historia preside el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.

Poco después, el presidente Fernández, parado frente al comandante de los tanques rusos que amenazan a Ucrania (y merecieron un llamado urgente a la paz del papa Francisco) no tuvo mejor idea que confesar ante la mirada del mundo su anhelo empecinado por romper las cadenas de dependencia de Argentina con Estados Unidos. Con esa evidencia, no hace falta esfuerzo para confirmar las versiones sobre la preocupación del Departamento de Estado por el desplante argentino. El destrato fue on the record.

Ocurre que para Alberto Fernández la política exterior se restringe al ejercicio del guiño. Diplomacia trapito, adulación de ultramar. Esa mezcla de mendicidad y canchereo que exige los mismos compromisos que elude fue aprovechada por el milenarismo chino. Le hizo firmar la adhesión a su mayor proyecto expansivo sin que en la Argentina se sepa nada de sus implicaciones prácticas.

Pese a que impulsa esa orientación externa, Cristina Kirchner observa en silencio cómo se degrada su liderazgo. El estilo diplomático de Alberto Fernández no escapa a su responsabilidad. Y ambos se refugian en un discurso de gobernabilidad extorsiva: la salida sólo depende de la oposición.

Mientras, la crisis no detiene su paso. Hay cuchillos que se afilan en las piedras: las tarifas que no iban a aumentar comienzan a sufrir el ajuste. El Banco Central aceleró el ritmo de la devaluación frente al dólar. El Gobierno anunció una jubilación mínima de 32.630 pesos.

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