Los coroneles de Cristina frente a la mesa de arena

El oficialismo teme al momento en que se abran las urnas, por eso intentaría postergar las primarias e incluso las elecciones generales hasta fin de año.

Imagen ilustrativa / Gentileza.
Imagen ilustrativa / Gentileza.

Alberto Fernández, Máximo Kirchner, Sergio Massa, Eduardo “Wado” de Pedro, Santiago Cafiero. El estado mayor del oficialismo analizó en la semana la batalla política que se viene. No estuvo Cristina Kirchner. Las sugerencias que le arrimen sus coroneles las evaluará en soledad.

La agenda de preocupaciones es densa. El disciplinamiento social que el Gobierno había conseguido con el temor a la pandemia ha desaparecido. La señal más reciente la aportó Gildo Insfrán. El gobernador de Formosa quedó en evidencia con sus impiadosos centros de confinamiento sanitario, violatorios de derechos humanos elementales.

La Corte Suprema de Justicia ya había ordenado cesar con esos métodos autoritarios. Tiene además a despacho un amparo presentado por el senador Luis Naidenoff. Aunque el procurador Eduardo Casal vaciló al dictaminar la competencia, nadie descarta que el máximo tribunal pueda expedirse otra vez.

El oficialismo esperaba comenzar el año con esas tensiones en declive. Apostaba a la vacunación para renovar expectativas. Dar vuelta la página de la pandemia, exhibir la gestión sanitaria como un logro, señalar el retorno a la actividad económica como una promesa de brotes verdes.

Nadie compró como intangible político valioso el diseño difuso de una “nueva normalidad”. Ahora, la dificultad es mostrar, al menos, un regreso paulatino a las ruinas de la vieja.

El mayor obstáculo para conseguirlo es la crisis económica. A medida que la actividad retorna, emerge una realidad tan dura como la pandemia: la recesión inducida tampoco le sirvió al Gobierno para disciplinar los precios. Se entretuvo diseñando controles cruzados, cepos astringentes y torniquetes intervencionistas. Pero el primer mes del año proyectó la sombra de una inflación similar a aquella de la “tierra arrasada” que el relato oficial le asignó a Mauricio Macri.

Durante el susto del último octubre, el Gobierno salió a frenar el tipo de cambio vendiendo deuda en dólares con un rendimiento anual del 17 por ciento. Mientras, la pandemia conducía a una tasa de referencia global cercana al cero por ciento. El dólar ahora parece tranquilo. La demanda estacional por turismo es inexistente: el mundo volvió a cerrar sus fronteras por el virus. Y el ahorro en divisas está prohibido por el cepo.

Pero las reservas del Central siguen preocupando. Cecilia Todesca salió a advertir: no se descartan mayores retenciones al agro. El exministro de Economía Hernán Lacunza hizo una traducción simultánea: “El que va a subir retenciones, no lo preanuncia; lo publica en el Boletín Oficial. Si lo preanuncia es porque quiere acelerar liquidación de cosecha en un balance cambiario estresado”.

La presión inflacionaria de enero es el mismo brote de precios indisciplinados de octubre. Lo reprimido en las pizarras, hace erupción en las góndolas. ¿La respuesta del Gobierno? Una nueva promesa de convocatoria a un gran acuerdo económico y social. Con Gustavo Béliz de comodín, en lugar de Roberto Lavagna. Antes de empezar, Martín Guzmán detonó el equilibrio que busca cualquier consenso. El ministro, cuya obsesión debería ser el dominio de la inflación, prometió un espiral: precios bajo control, paritarias sin techo. Sin plan, sin consenso político, sin acuerdo corporativo. Así es difícil bailar un tango, reflexionó desde el Fondo Monetario Kristalina Georgieva. La advertencia de Georgieva sobrevino a las gestiones de Alberto Fernández con el presidente francés Emanuel Macron para apurar un acuerdo con el FMI en mayo, antes de los vencimientos de deuda con el Club de París.

En la mesa de arena, los coroneles de Cristina también observan las complicaciones del frente judicial. El confinamiento social durante la pandemia le permitió obtener avances en el objetivo de disciplinar a los jueces. El regreso de Eduardo Farah a la Cámara Federal porteña y la postulación de Roberto Boico -otro de los abogados de la vicepresidenta- para sumarse al mismo tribunal dan cuenta de esa persistencia oficialista.

La novedad es el giro reciente de la expedición colonizadora. También la búsqueda de impunidad entró en modo electoral. El juez Alejo Ramos Padilla no prosperó demasiado en su intento de voltear desde Dolores la causa de los cuadernos de las coimas, pero ha sido promovido como juez electoral del estratégico distrito bonaerense. En la Cámara Nacional Electoral esperan a Daniel Bejas, apoderado partidario del gobernador tucumano Juan Manzur. Los órganos técnicos que asistirán a ese tribunal ya están gerenciados por La Cámpora: la Dirección Nacional Electoral y el Correo.

Aun así, el oficialismo teme al momento en que se abran las urnas e intentaría postergar las primarias e incluso las elecciones generales hasta fin de año.

El plan bomba que pergeñó Cristina para abandonar la presidencia le funcionó bien. Fue la masa madre del voto castigo que le abortó la reelección a Macri. Pero no devolvió las cosas al estadio anterior. Una crisis más grave enfrenta ahora a Cristina. Y lo que se observa es el recurso a viejas herramientas que ya disfuncionaron. En la economía y en las instituciones.

El desafío desnuda una limitación evidente, connatural a una concepción del liderazgo: la política implica conflicto, supone dirimir la construcción de mayorías para disponer un camino de solución a los problemas colectivos. Pero la solución, en verdad, sólo comienza después, con el acuerdo. Y es ahí donde a Cristina Kirchner se le queman los papeles. Sólo cree en las virtudes de la eterna confrontación.

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