Los cometas que amenazan el mundo

El orden mundial no sirve para preservar la humanidad de las amenazas de este tiempo. El cambio climático y la pandemia prueban que los enemigos de la especie no responden a fronteras y quitan sentido a las especulaciones económicas, políticas y geopolíticas.

Cambio climático / Gentileza
Cambio climático / Gentileza

Parece una comedia disparatada, pero es realismo puro. La película de Adam McKay es una descripción exacta de la red de imbecilidad, intereses y desconexión que inmoviliza al mundo. El gigantesco cometa de “Don´t Look Up” es la versión cinematográfica del cambio climático y la pandemia global.

Como en la ficción protagonizada por Leonardo Di Caprio y Jennifer Lawrence, la dirigencia es inservible y los medios de comunicación incomunican por entregarse al show y al rating, mientras la sociedad global carece de capacidad de reacción porque está idiotizada y dividida hasta el infinito por los gobiernos y por la enajenación tribal que prolifera en las redes sociales.

El orden mundial no sirve para preservar la humanidad de las amenazas de este tiempo. El cambio climático y la pandemia prueban que los enemigos de la especie no responden a fronteras y quitan sentido a las especulaciones económicas, políticas y geopolíticas.

También son pruebas de lo que puede aportar la ciencia y de cómo ese aporte es inutilizado por una mezcla fatal de estupidez y codicia.

En ese escenario proliferan nuevos “terraplanismos”, más peligrosos que la lunática afirmación de que la tierra es plana. En realidad, negar la redondez de la tierra parece más una pose que una convicción. En cambio el terraplanismo antivacuna es una convicción. Lo prueba el inmenso riesgo que afrontan quienes abrazan esa creencia sectaria que está inmunizada contra las evidencias. Por cierto, vacunas creadas en tiempo récord implican riesgos, pero la cuestión es discernir cuál es el riesgo mayor. Si saltar desde un segundo piso o quedarse en el decimoquinto, negando el incendio que arrasa el edificio.

Los evangelios apócrifos del nuevo sectarismo son los mismos que lanzaron turbas sobre el Capitolio el pasado 6 de enero: las teorías conspirativas. En la antigüedad, nacían dentro de las religiones para culpar de todos los males a los enemigos de “la fe verdadera”. Epidemias como la peste negra produjeron siglos de segregación y pogromos contra los judíos, porque las usinas del poder eclesiástico habían instalado que al mal que diezmaba poblaciones la causaron los judíos envenenando ríos para aniquilar a los cristianos.

Posteriores teorías conspirativas impusieron la certeza de que los judíos se alimentaban con sangre de niños y cosas por el estilo. Por lo tanto, en el genocidio perpetrado por el nazismo tuvieron algo que ver esas versiones delirantes y retorcidas de la realidad.

En el Medioevo el sectarismo conspirativo se incubaba en las cortes, los altares y las abadías; en el amanecer de las revoluciones liberales se incubaron también en las logias. Y en el siglo XXI se incuban, principalmente, en las redes sociales.

En la plaza pública de esta era comunicacional hay zonas de confort para todos los gustos, filias y fobias. Cada ciudadano de internet habita la aldea donde sólo escucha, lee y ve todo aquello en lo que cree o quiere creer. Allí encontrará más razones para aborrecer a los que aborrece, adorar a los que adora y convencerse de lo que ya está convencido. Habitar zonas de confort sicológicas y emocionales puede llevar a la negación de todo lo evidente que resulta insoportable. Y la forma de negarlo es atribuyéndolo a conspiraciones.

A pesar de las evidencias climáticas, millones de personas niegan el calentamiento global. Un negacionista llegó al Salón Oval y sacó a Washington del Acuerdo de París. Otro llegó al Palacio del Planalto y dejó arder selva amazónica.

Ambos fueron también negacionistas con el covid, aunque en ese terreno Donald Trump fue menos temerario que Jair Bolsonaro, y se puso todas las vacunas. Los récords de destructivos huracanes, tornados, inundaciones, sequías, incendios forestales y climas extremos no harán cambiar de opinión al negacionista del calentamiento global. Tampoco podrá la contundencia de las estadísticas hacer ver la gravedad del covid a quienes eligieron no verla. Las teorías conspirativas no engañan a nadie que no necesite ese engaño.

No es descabellado imaginar jugadas inescrupulosas y mentiras a gran escala para obtener exorbitantes ganancias, acumular poder o avanzar casilleros en el tablero donde compiten las potencias. Pero la codicia y la indecencia que imperan sobre el orbe no justifican creer que todos los laboratorios, científicos y gobiernos del mundo pueden ponerse de acuerdo para engañar a los habitantes del planeta.

La codicia e indecencia imperante no justifican creer teorías que parecen guiones de cine de ficción. La sospecha de que el virus fuese creado en laboratorios como arma para liderar el mundo, tiene lógica. Pero que todos los poderes políticos, económicos y científicos se pongan de acuerdo para engañar a la humanidad, es absurdo. Y forma parte de la red de imbecilidad, intereses y desconexiones que impiden ver realidades tan visibles como el cometa de la película de Adam McKay.

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