Llevar las urnas bien lejos y demoler la Justicia

El presidente convalidó el ataque de su vicepresidenta a la Corte. Eso le agrega a la crisis una gravedad institucional inédita.

Cristina tiene en su puño el Gobierno y el favor de sus seguidores inalterable. Pero sigue existiendo una mayoría de opinión pública que la rechaza sin grises.
Cristina tiene en su puño el Gobierno y el favor de sus seguidores inalterable. Pero sigue existiendo una mayoría de opinión pública que la rechaza sin grises.

El enigma que desvela a la dirigencia argentina tiene un nombre: la nueva mayoría de opinión que quedará configurada al final de la pandemia. Cuando concluya su secuela terrible de víctimas fatales y el sufrimiento colectivo que implicó: el confinamiento social y la destrucción de la economía.

Esa incógnita depende de numerosas variables. La primera y más obvia: qué se entiende por el fin de la pandemia. La canciller alemana Angela Merkel le habló el miércoles a sus ciudadanos con la voz quebrada: “Si termina siendo esta la última Navidad con nuestros abuelos, es que hicimos algo mal”.

En la Alemania que conduce Merkel, tiene su sede BioNTech, la empresa de biotecnología que descubrió la vacuna contra el coronavirus más demandada hasta el momento por los países desarrollados de Occidente. La que produce a nivel industrial la farmacéutica norteamericana Pfizer.

Incluso con esa ventaja comparativa, Merkel vaticinó que la vacunación en el primer trimestre de 2021 no será suficiente para un cambio significativo de la emergencia sanitaria en su país.

La cautela de Merkel contrasta con el mágico optimismo pospandémico en el que entró Argentina desde ese punto de inflexión que fue para la política sanitaria el caótico velatorio de Diego Maradona en la sede misma del Gobierno federal.

Con ese final bochornoso de las recomendaciones oficiales sobre el distanciamiento social, el Gobierno optó por un discurso público que combina la indiferencia hacia las víctimas y una fuga hacia adelante con una promesa todavía incierta de vacunación. La misma que a juicio de Merkel no amerita pensar en el fin inmediato de la pandemia.

A la vuelta de un año, el ministro Ginés González García ha conseguido imponer su método: subestimar los problemas, sobrestimar las soluciones. La imagen del Gobierno argentino incentivando la creencia en salidas inmediatas, se complementa con la desesperación de la ciudadanía por recuperar la normalidad. El resultado de esa combinación es imprevisible.

Como el fin de la pandemia sigue siendo una variable desconocida, también lo es la evaluación social de lo que hizo el Gobierno con ella. Esa incógnita tiene dos dimensiones: no sólo involucra el juicio definitivo sobre la eficiencia de la gestión sanitaria, sino también de sus consecuencias económicas. Esta última valoración es especialmente dirimente. Porque el oficialismo llegó al poder con la conformación de una mayoría cuya clave de bóveda era el voto castigo por la gestión económica de Macri.

Frente a ese panorama, es evidente que Cristina y Alberto Fernández tienen diferencias. Pero son más las que sobreactúan. A estar por sus movimientos más recientes, ambos comparten una misma preocupación: si las urnas se abrieran hoy, la nueva mayoría en formación les sería ajena. Actúan preparándose para el escenario más desfavorable: el de una derrota en su primer examen electoral. Que de todos modos -se consuelan- tampoco sería una elección definitoria para la administración ejecutiva del poder.

La primera señal que confirma ese diagnóstico es la idea de mantener las urnas lo más lejos posible, a la espera de una mejora más bien tardía. Otra vez la promesa de brotes verdes en el segundo semestre. El pedido a los gobernadores para que impulsen la suspensión de las Paso tiene ese sentido táctico evidente. Que no le suceda al Frente de Todos lo que le ocurrió a Cambiemos, cuyo predicamento se desflecó en las primarias de 2019 al punto de licuar sus expectativas al mínimo: terminar la gestión. También tiene una consecuencia sistémica: las Paso han sido una herramienta deficiente, pero su modificación nace anunciada como promesa de reincidencia en el sesgo siempre sensible a las necesidades oficialistas del régimen electoral.

La segunda señal la ofreció Cristina con su embestida pública, plena de enconos personales y definiciones reñidas con la República, contra la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

A un año de Gobierno, la absolución de la historia declamada por la vicepresidenta en la última vez que compareció en tribunales está lejos de ser una realidad tangible, más allá de la enjundia enunciativa de sus discursos. Y no sólo porque las causas en su contra siguen abiertas. Sobre todo porque tampoco su predicamento en la ciudadanía se ensanchó un milímetro de aquello que ya tenía antes de regresar al poder.

Cristina tiene en su puño el Gobierno y el favor de sus seguidores inalterable. Pero sigue existiendo una mayoría de opinión pública que la rechaza sin grises. Ningún prócer absuelto por la historia transcurre por ahí renegando en vida con ese macizo diferencial negativo.

El Presidente convalidó el ataque de su vice a la Corte. Eso le agrega a la crisis una gravedad institucional inédita. También suma una incertidumbre electoral: en la mayoría construida para captar el voto castigo de 2019, Alberto Fernández encabezó la fórmula para canalizar el electorado afligido por la economía pero distante de Cristina.

Cristina resolvió aplicar con la Corte el consejo de Maquiavelo: la guerra no se evita; sólo se posterga, para ventaja del enemigo. El Presidente se sumó sin cálculo. Eso añade a la expectativa electoral otra variable significativa: lo que conserve Cristina cuando se abran las urnas ya no será un capital compartido.

Alberto Fernández será necesario, solo si todo concluye en derrota.

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