Las preposiciones también existen

Cuando escribimos, recorremos una ilusión. Atravesamos desiertos, escalamos montañas, gozamos de valles infinitos, como raíces que quieren ser alas.

Cuando escribimos, recorremos una ilusión. Atravesamos desiertos, escalamos montañas, gozamos de valles infinitos, como raíces que quieren ser alas.
Cuando escribimos, recorremos una ilusión. Atravesamos desiertos, escalamos montañas, gozamos de valles infinitos, como raíces que quieren ser alas.

Un día, tal vez influidos por las disquisiciones y las inquisiciones de Borges, y atraídos por el placer de pensar, imaginamos qué sucedería si desaparecieran de los escritos en lengua española todas las preposiciones, tan ajenas a la desmesura.

Esa tarea podría asemejarse a la de una hipotética destrucción de todos los puentes de la Tierra. Esos puentes que nos unen a otras vidas casi sin darnos cuenta. ¿Qué haríamos sin los puentes? ¿Qué entenderíamos sin las preposiciones? Rara vez reparamos en lo que simbolizan los puentes, lugares de pasaje y de prueba, y casi nunca nos detenemos a meditar sobre la ardua misión de las preposiciones, quizá, atraídos por un sustantivo transparente o por un adjetivo relumbroso. Recitamos sin convicción su abecedario inmóvil, con un rítmico y terco juego de vocales y de consonantes que se unen y se desunen monótonamente, y siempre nos olvidamos de alguna o resucitamos otras que descansan en paz hace mucho tiempo (cabe y so), pero no lo lamentamos, porque —como dice Descartes— son los errores los que conducen a la gloria. A veces, las menospreciamos por su brevedad y no las consideramos palabras, pero también ellas nos dicen, porque su mundo plural rebosa su aparente pequeñez. Con nuestra imaginación, las vemos estáticas, pétreas, distantes, suspendidas, como piezas ciegas o vocablos huérfanos que podemos omitir a nuestro arbitrio y que ocupan un espacio propio y ajeno entre las palabras en espera de algo que desconocemos. Las presentimos fríamente estoicas, como ‘pórticos’ de otras vivencias.

Reconozcamos que, cuando leemos una página cualquiera, las decimos sin afecto, como al pasar, y no las guardamos en nuestra memoria. Absortos en lo que vendrá, sabemos que ahí están, pero casi no existen.

Escribe Octavio Paz que «cada palabra encierra cierta pluralidad de significados virtuales; en el momento en que la palabra se asocia a otras para constituir una frase, uno de esos sentidos se actualiza y se vuelve predominante» [1].

Entonces, cumplimos nuestro propósito: elegimos una oración e hicimos abstracción de las preposiciones. El texto enjuto, débil sin ellas, era el siguiente: *La palabra es una desencarnación el mundo busca su sentido. Sin duda, tiene algo de coherencia lo que hemos leído, pero no era esa la definición de Octavio Paz, sino esta: La palabra es una desencarnación del mundo en busca de su sentido [2].

El significado es, pues, otro, gracias a las preposiciones —apenas dos: de y en—, y este sencillo ejercicio no solo corrobora las palabras precedentes del escritor mexicano, sino también nos demuestra que los vocablos tienen su sangre y se buscan, se necesitan, se contienen, se abrazan como nosotros o como deberíamos hacerlo nosotros; son, a veces, vados por donde se puede pasar del mundo que creemos ver y mirar a nuestra traducción del mundo o a su metáfora, a la fundación de una realidad en que, quizá solo por un instante, sentimos que el alma se estremece en libertad detrás de las máscaras de las apariencias.

Ese sustantivo «desencarnación», que nos conmueve, es el más exacto para representar un texto vacío de preposiciones o para materializar nuestra progresiva afición a desprendernos de ellas, a deshonrarlas.

Desencarnamos el texto cuando lo escribimos mal, pues hemos perdido la voluntad, la paciencia y la vocación de corregirnos. Y al desencarnar el texto, lo descarnamos, pues cuando suprimimos alguna de sus partes o la empleamos como nuestra ignorancia quiere, lo desmoronamos. Entonces, el edificio de nuestra escritura no es sólido ni estético, y revela falta de cultura lingüística.

Cuando escribimos, recorremos un largo camino y trazamos una ilusión. Atravesamos desiertos, escalamos montañas, gozamos de valles infinitos, nos sentimos raíces que quieren ser alas en el éxtasis del cielo para que el mundo emprenda otro vuelo, para que ascienda en ansias de no ser el mismo, pero también estamos desiertos y nos falta el agua, y, de pronto, nada nos calma la sed, y las palabras pujan por salir de nosotros, dejan de ser nuestras, para volver al aire que las engendró. Entonces, todo se ilumina, prorrumpe entre las venas el dolor de todos los alumbramientos, y —como bien dice el poeta— tocamos los pensamientos que pensábamos y vemos las palabras que decíamos [3].

Cuando escribimos esas primeras voces abiertas y plenas, ya no somos los mismos y empezamos a inventar un paraíso. En ese jardín cerrado y propio, las preposiciones nos acompañan, obran en silencio, reservadas, sin majestuosidades, enlazando, con la juventud de los siglos que también pesan sobre ellas, nuestros tiempos con otros tiempos. Las escribimos casi sin advertirlo; las nombramos como si no tuvieran nombre, sin embargo, ¡cuánta vida corre en las entrañas de sus breves silencios! Cuán profundo, su mensaje, que nos obliga a escoger ocultamente la travesía de las travesías, mientras sufren la soledad de nuestra indiferencia, que se traduce en incorrecciones infinitas, que, a veces, rayan en la ficción.

Las preposiciones valen por lo que significan y por lo que nos permiten significar; debemos nombrarlas con el mismo respeto que inspiran las grandes palabras y usarlas con exactitud, para que sea escritura ese apasionado perderse entre palabras en la aparente finitud de la página.

[1] «Traducción: literatura y literalidad», Traducción: literatura y literalidad, Barcelona, Tusquets, 1971, p. 14.

[2] El mono gramático, Obra Poética (1935-1988), Barcelona, Seix Barral, 1990, p. 574.

[3] «Kostas», Árbol adentro, op. cit., p. 710.

*La autora es Presidenta de la Academia Argentina de Letras.

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