La pérdida de credibilidad del Presidente

Tomarse las cosas a la ligera desde el cómodo lugar de quien preside los destinos de la Nación no honra el enorme esfuerzo y los costos abonados por la ciudadanía, ni el dolor de quienes perdieron a parientes y a amigos.

Sucede que 90 mil muertos después Argentina tiene poco de qué enorgullecerse por su manejo de la pandemia.
Sucede que 90 mil muertos después Argentina tiene poco de qué enorgullecerse por su manejo de la pandemia.

El presidente Alberto Fernández, dijo “ahora nos reclaman la segunda dosis de veneno”, sobre la vacuna Sputnik, con la sonrisa de quien bromea ante una corte amiga de aplaudidores, y en el tono propio de una cultura futbolera que todo lo resume en jugar para la tribuna.

Sólo que esta vez no se trataba de un partido perdido, que podría dar revancha el siguiente fin de semana. Y que el autor de la frase no era el director técnico de uno de tantos equipos de la liga.

Sucede que 90 mil muertos después Argentina tiene poco de qué enorgullecerse por su manejo de la pandemia de Covid-19, y el larguísimo año y medio transcurrido sirvió a los efectos de ratificar que rara vez aprendemos de nuestros errores: en el dudoso ranking de quienes hicieron las cosas a trancas y barrancas, el país ocupa un lugar destacado.

Tomarse las cosas a la ligera desde el cómodo lugar de quien preside los destinos de la Nación no honra el enorme esfuerzo y los costos abonados por la ciudadanía, ni el dolor de quienes perdieron a parientes y amigos.Convertirlo todo en un tema de campaña es siempre una tentación para quienes viven de la política y mucho más en el extraño caso del presidente argentino, entregado en cuerpo y alma a la tarea sistemática de demoler su credibilidad a diario, en un ejercicio de verborragia que nadie parece en condiciones de controlar.

Alberto Fernández preside una sociedad de 44 millones de seres humanos y no una institución deportiva.

Que un cantautor como Ignacio Copani arremeta contra los supuestos enemigos del Gobierno en una canción dedicada a quienes “piden la Pfizer” es comprensible.

Nadie espera otra cosa de un artista que apoya al oficialismo.

Pero el presidente de la Nación lo es de todos los argentinos, aun de quienes no lo votaron.

Y, mucho más, de quienes a estas horas están intubados en una UTI; de los fallecidos; de quienes lo perdieron todo y fueron empujados a la lista negra de los nuevos pobres; de quienes cada día se preguntan cómo llevar un plato de comida a su casa.

No puede haber en esto excepciones, amigos ni entenados, partidarios y enemigos.

La salud y la vida de ningún argentino debería ser esgrimida como un tema de campaña.

Mucho menos cuando la provincia de Formosa viola derechos humanos o el municipio de Orán apila cadáveres sin identificar en fosas comunes.

Cuando el presidente de la Nación se expresa públicamente, no es un ciudadano más ni una autoridad partidaria, sino la máxima figura institucional del país.

Y la devaluación de la persona y su consiguiente pérdida de credibilidad erosionan al sistema.

Porque lo saben, otros mandatarios miden sus apariciones públicas y sus palabras.

Y porque lo ignoran, otros dicen lo que no deberían, en un autodestructivo ejercicio de honestidad brutal.

Con esta dinámica, parte de la sociedad podría sentirse habilitada para no sentir respeto alguno por un mandatario que no la respeta. Y eso debilita a la democracia.

El presidente debería aprender a apreciar más el valor del silencio cuando no se tiene nada importante que decir, máxime en circunstancias tan trágicas como las que vivimos.

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