¿Es peronista el kirchnerismo?

El kirchnerista es una variación menor del estilo peronista básico: liderazgo decisionista, legitimación plebiscitaria, rechazo de la tradición republicana y anitliberalismo.

Imagen ilustrativa / Archivo.
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¿Cuál es la relación entre el kirchnerismo y el peronismo?  Son conocidas las opiniones poco favorables de Cristina Kirchner sobre Perón y el PJ. Pero a la vez, el kirchnerismo suele presentarse como la “fase superior del peronismo”.

La frase podría haber sido dicha por Menem, Firmenich o Vandor. Cada uno, es su momento, se propuso llevar al movimiento hacia nuevos horizontes, sin desprenderse del viejo tronco, todavía generoso en savia.

Cada uno fue el licenciatario de una marca bien instalada en el mercado, el gestor de una franquicia que funcionó durante un tiempo, luego se agotó y fue remplazada por otra.

Las “reformas por cambio de firma”, iniciadas en 2003, le permitieron a Néstor Kirchner superar su debilidad inicial. Aprovechando la fluidez reinante en el campo político, fue ampliando sus bases. Pronto captó al “setentismo” peronista. Hizo acuerdos pragmáticos con la mayoría de las organizaciones piqueteras. Sorpresivamente, convocó a las organizaciones de derechos humanos, las subió al palco y asumió sus reivindicaciones y su discurso. Más tarde se fueron sumando los defensores de “nuevos derechos” -los pueblos originarios, los homosexuales...- que encontraron allí un paraguas político.

Sobre esas bases, se produjo un trasvasamiento gradual desde el campo “de izquierda” o “progresista”, que incluyó la incorporación en bloque del casi disuelto partido Comunista. Fracasó en cambio la operación más audaz: captar al radicalismo.

¿Que tiene el kirchnerismo para atraer a sectores tan diversos? Pasar de los márgenes al centro del poder ya es una razón importante, sobre todo si se simpatiza con el estilo de gobierno. El kirchnerista es una variación menor del estilo peronista básico: liderazgo decisionista, legitimación plebiscitaria, rechazo de la tradición republicana y anti liberalismo.

Su práctica fue eficaz. Construyó en el conurbano bonaerense una base electoral dependiente del Estado. Controló a los gobiernos provinciales regulando las partidas presupuestarias, pero les dejó libre acción en el plano local. Suprimió todo control o limitación administrativo o judicial.

En suma, un poder muy fuerte, con mucho para dar. Pero todo eso sería insuficiente sin el “relato”. Se trata de una construcción admirable, en la que cada uno de este multifacético frente puede reconocerse: Juana Azurduy, por ejemplo, es mujer, mestiza, latinoamericana y guerrillera.

A lo Carl Schmitt, el relato divide categóricamente el campo: el otro es la “oligarquía”, una y varias. Sobre esta antinomia se construye la épica agonal, que masajea los sentimientos de quienes se unen al triunfante carrusel. No es fácil resistir la tentación de sumarse. El relato interpela muy eficazmente a los jóvenes de la clase media educada, que conocen el setentismo y la dictadura por los relatos, no tienen vivencias de la democracia de 1983 pero además suponen, como sus padres y abuelos, que la educación y la capacidad son premiadas con el éxito laboral.

Hoy esas posibilidades son mínimas y se concentran en el empleo estatal. Para obtenerlo, más que el mérito importan los amigos políticos. ¿Por qué no adherir a un relato que, además de la utilidad, colma sus necesidades de ideales y de enemigos a batir en simbólicas gestas heroicas?

Un grupo especifico son los jóvenes de la Cámpora. Son parte de la clase política construida desde 1983, tan profesionalizada como flexible en materia de ideario. En la Cámpora esto es extremo: entre el discurso declamado y el puesto político obtenido no media ni la discusión ni la reflexión. Son puros ejecutores de una estrategia ajena, que colma sus aspiraciones profesionales e imaginarias.

Para los viejos peronistas, obligados hoy a encolumnarse disciplinadamente, las cosas no son fáciles. Ven al sindicalismo radiado por las organizaciones sociales, a los políticos del PJ arrinconados por los jóvenes camporistas, y a los varones por las mujeres y los géneros diversos. Las ideas radicales les sientan mal. Muchos de ellos elegirían una convivencia más amable con sus adversarios opositores. Pero Cristina y los suyos, en principio dueños de los votos ganadores, les inspiran un terror paralizante.

Hoy, cada grupo tiene una porción del poder político, desde trata de ganar posiciones. Una secretaría de Vivienda impulsa tomas de tierra; el Inadi alienta a los mapuches y el ministerio de las Mujeres obtiene un presupuesto que envidia el Conicet. Cristina habla poco pero tiene fija la mirada en la víctima elegida: la justicia.

Si le agregamos las limitaciones del presidente y de su equipo, la impresión es que el liderazgo actual no asegura la unidad de un movimiento usualmente heterogéneo pero disciplinado. Parece claro que, mientras el país camina por la cornisa, la franquicia está agotándose.

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