Emilio Civit: auge y declive de un líder político provincial

En una biografía pionera, Dardo Pérez Guilhou lo definió como “el último de los notables” en vista a precisar las características de un liderazgo político que contribuyó a modelar el régimen político provincial e impulsar el crecimiento económico de Mendoza pero que habría de fenecer con la irrupción de la democracia de masas.

Emilio Civit: auge y declive de un líder político provincial.
Emilio Civit: auge y declive de un líder político provincial.

El liderazgo político de Emilio Civit vertebró la vida pública mendocina entre fines del siglo XIX y el Centenario. En una biografía pionera, Dardo Pérez Guilhou lo definió como “el último de los notables” en vista a precisar las características de un liderazgo político que contribuyó a modelar el régimen político provincial e impulsar el crecimiento económico de Mendoza pero que habría de fenecer con la irrupción de la democracia de masas.

La carrera pública de Civit no fue independiente del capital político construido por su padre, Francisco, quien había ejercido diversos cargos nacionales y provinciales. Ese patrocinio le había permitido llegar a Buenos Aires para estudiar Derecho en la Universidad de Buenos Aires que no concluyó para volcarse a la función pública como empleado de la contaduría de la nación y, más tarde, como secretario de hacienda. Ese aprendizaje inicial lo habilitó a obtener su primer cargo electivo en la Cámara de Diputados de la Nación en 1882 en la que formó parte de la liga de políticos provinciales afines al presidente Julio A. Roca que sancionaron la famosa ley de Educación Común 1420 (que dividió a católicos y liberales). La disciplina partidaria lo hizo acreedor del voto del expresidente para aspirar a la gobernación mendocina en 1889 cuando ya el partido gubernamental estaba dividido en la cúspide y en las provincias. Pero sus aspiraciones se frustraron porque a pesar de contar con el apoyo del gobernador saliente (Tiburcio Benegas que mas tarde sería su suegro), la rivalidad interna del partido oficial y, en particular por el veto del senador Rufino Ortega que contaba con el beneplácito del presidente Juárez Celman. No obstante, la revolución cívica de 1890 que terminó por tumbar a Juárez, y fue celebrada en Mendoza con movilizaciones y mitines en la Alameda, abrió pasó a la política del acuerdo entre los políticos prácticos provincianos que lo eyectaron al núcleo de la coalición gubernamental (integrada por liberales y cívicos-radicales), convirtiéndose en senador nacional (1891), y luego en ministro del gobernador radical Francisco J. Moyano.

Ese ejercicio de poder bifronte entre nación y provincia lo consagró gobernador en 1898 en sintonía con las elecciones generales que devolvieron a Roca a la cima del poder presidencial con el voto unánime de los mendocinos en el colegio electoral. Dicho apoyo se tradujo en su integración al gabinete nacional como ministro de obras públicas entre 1898 y 1904 por lo que el vicegobernador, el médico Jacinto Álvarez, completó el mandato. En ese lapso, la reputación de Civit en Mendoza fue en aumento a raíz de haber activado influencias, subsidios y transferencias en beneficio de obras públicas emblemáticas (como el parque del Oeste después llamado San Martín y la expansión de la red ferroviaria), recomponer las finanzas públicas locales mediante la emisión de letras de tesorería, ampliar las plantas de empleados estatales y estimular el crecimiento de industria vitivinícola vigorizado por el ingreso masivo de inmigrantes europeos.

Ese influjo se hizo evidente en 1907 cuando volvió a convertirse en candidato a gobernador de una Coalición Electoral integrada por una fracción del viejo partido liberal, los Partidos Unidos, y los radicales que habían participado de la frustrada revolución de 1905 que se habían beneficiado de la amnistía oficial. En esa coyuntura sus adversarios históricos, liderados por el influyente senador nacional, Benito Villanueva González, intentaron bloquear su candidatura trayendo a colación que su figura expresaba los vicios o desviaciones de un sistema político corroído de legitimidad y capturado por “gobiernos de familia” u “oligarquías”. Pero ninguna denuncia o debate público consiguió frenar la ola civitista que lo instaló de nuevo a la cabeza del poder ejecutivo provincial. En su primer mensaje a la Legislatura, hizo referencia de la escasa concurrencia a los comicios (1000 sufragios frente a 10000 empadronados) y la atribuyó a la ausencia de incentivos legales para ensanchar la participación electoral y promover la formación de partidos políticos competitivos.

Por ello se comprometió a reformar el régimen electoral con el fin de restablecer la representación de las minorías que la constitución de 1900 había extirpado con el firme propósito de monopolizar los cargos electivos, excluir a las minorías del juego político y no adecuar la representación a nuevos cocientes ante el aumento de la población provincial que había casi triplicado el total de habitantes entre 1869 y 1895. La nueva constitución sintetizó su cosmovisión del Estado y la política al suprimir el habeas corpus como garantía constitucional para encorsetar la protesta obrera y la actividad partidaria de la oposición que incluía a los radicales de Lencinas y los socialistas, aunque restableció la representación de las minorías que estimuló la defección de los reformistas disconformes de las filas del oficialismo. No obstante, el dedo elector de Civit se mantuvo intacto en los comicios de 1910 al colocar a su yerno, Rufino Ortega (h), como candidato a sucederlo y replicó el trayecto que su padre había practicado cuando había saltado de gobernador a senador nacional en 1878.

Entretanto, la competencia electoral en la provincia se vigorizó en los comicios de medio término regidos por la reforma política de 1912 que instituía el sufragio masculino obligatorio y secreto, y preveía la lista incompleta para canalizar la representación de las minorías en base al empadronamiento militar. En aquella febril carrera por el poder provincial, Partidos Unidos (la coalición oficialista que desde 1894 regulaba la renovación de los principales cargos electivos) padeció la fuga de buena parte de su dirigencia para nutrir los cuadros del Partido Popular que se alzó con el triunfo frente a la lista de la UCR. Las expectativas de los populares se renovaron en los comicios provinciales de 1914 quienes, bajo el amparo del senador nacional Benito Villanueva González (el rival histórico de los Civit), alcanzaron la cúspide del poder local, mientras que la lista civitista obtuvo el segundo lugar seguida por los radicales lencinistas.

Pero la división de los partidarios de los “gobiernos electores”, como la llamó un articulista del diario Los Andes en 1917, no duró mucho. El éxito de Hipólito Yrigoyen del año anterior los alertó que era mejor cerrar filas en una nueva agrupación: el partido Conservador cuya asamblea constitutiva aglutinó más de 1300 convencionales que aclamaron a Civit como único candidato para competir en los comicios contra el líder radical José N. Lencinas. En aquella oportunidad, el viejo patriarca agradeció la distinción, enfatizó la importancia de la necesaria alternancia en la conducción de los negocios públicos e incitó a sus amigos políticos que el litigio se resolvería en las urnas por lo que era oportuno abandonar viejas controversias y hacer de la unión la fuerza suficiente para enfrentar “el holocausto de la patria”. Pero a esa altura, la multiplicación de comités radicales que prestaban servicios sociales en toda la provincia, la intervención del presidente Yrigoyen y el pasaje de antiguos liberales a las filas del lencinismo (como Cicerón Aguirre y Leopoldo Suárez), asestaron un golpe de muerte al veterano domesticador de rivalidades personales y conocedor de los laberintos del poder territorial y nacional, cuando el voto popular catapultó el éxito radical.

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