El odio y el asco nuestros de cada día

La pérdida o carencia de conciencia moral lleva al egoísmo, la maldad y –finalmente- a la estupidez.

Los niños son instrumentados para servir a propósitos que ignoramos, y nos sentimos bien obligándolos, en emotivas ceremonias, a depositar flores y simpáticos peluches, para honrar a las víctimas de otros.
Los niños son instrumentados para servir a propósitos que ignoramos, y nos sentimos bien obligándolos, en emotivas ceremonias, a depositar flores y simpáticos peluches, para honrar a las víctimas de otros.

En fecha reciente cayó en mis manos una novela que narra la historia de dos familias de inmigrantes, italiana una, del Noreste de Europa la otra: un compendio de odios, rencores, humillaciones (lo contrario de la dignidad, según André Malraux) como bagaje de sus países de origen, volcado sobre “este país generoso”, como decía sabiamente Jorge Porcel, e incluso odios autoinfligidos.

Un país donde los hijos de inmigrantes llegan a la Presidencia de la Nación, lo que no sucedía ni antes ni ahora en sus países de origen.

Arrojé el libro a la basura. Pero empecé a entender de qué está hecha la trampa en la que hemos caído.

Para empezar a salir, sería bueno disminuir un poco la cuota diaria de odio y codicia, que se vierten en nuestros oídos como el beleño que mata al padre de Hamlet.

Por ejemplo, no dejarse atrapar por cierta literatura, de más en más territorio de la política y los negocios asociados, la que se premia y fomenta, catálogo de miserias, en la que la realización personal se construye sobre la destrucción del otro.

Los medios audiovisuales, cual fieras cebadas “despedazan la presa, destruyendo las almas, para dar pábulo a su avaricia”. (Ezequiel, 22 y 23).

Es siniestro, porque lo malo se disfraza de bueno, y se ofrece entre sonrisas y rutilantes colores. Lo detestable se presenta como fascinante y divertido. Lo valioso y profundo es reemplazado por la superficialidad y la tontería.

Todo esto cae, cual lluvia ácida, sobre niños y jóvenes, que no tienen medios de defensa. De tal manera, sutilmente manipulados, mientras creen luchar por una buena causa -y por la libertad- son inmolados en el altar del placer.

La diversión mató a la alegría. La “fiesta” lleva a la muerte. Porque –ya lo dice el Evangelio- “el cuerpo sin el alma no vale nada”.

Los niños son instrumentados para servir a propósitos que ignoramos, y nos sentimos bien obligándolos, en emotivas ceremonias, a depositar flores y simpáticos peluches, para honrar a las víctimas de otros.

Hace ya ¡tanto tiempo!, Alexander Solyenitsin reclamaba para los niños “el derecho a no ver”.

La pérdida o carencia de conciencia moral lleva al egoísmo, la maldad y –finalmente- a la estupidez.

Para ningún país esto es un buen negocio.

*La autora es ex docente. Profesora de Historia del Arte Americano y Argentino. UNCuyo.

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