De la penitencia a la alegría: La semana santa en la Mendoza colonial

Durante la Semana Santa, el cabildo disponía de limpieza y adorno para el paso de las procesiones de Jueves y Viernes Santo.

Pervive en el sentimiento de miles de mendocinos la percepción de que la Semana Santa es un tiempo propicio para expresar públicamente la fe en el Resucitado / Foto: José Gutiérrez
Pervive en el sentimiento de miles de mendocinos la percepción de que la Semana Santa es un tiempo propicio para expresar públicamente la fe en el Resucitado / Foto: José Gutiérrez

Cuando pecas pensarás

Que a Cristo estás azotando

Y que te dice llorando:

Hijo no me azotes más.

(Saeta pasionaria del siglo XVII)

La vida y el tiempo colonial transcurrían en una ciudad pequeña, “aldea de barro” que, desde su fundación en 1561 en el poblado huarpe de Huentata y a fuerza de paciente labor de sus vecinos, había adquirido su propia identidad en las periferias del imperio español.

Entre ciudad y campaña, su población había crecido desde algunas decenas de hombres en los primeros tiempos hasta contabilizar varios miles en el ocaso del siglo XVIII.

Reconocía diferencias estamentales, aunque con lazos de interdependencia económica, social, política y religiosa.

La cuidad, con casas de tierra y paja, bajas y con su huertas; sus calles polvorientas, y acequias para regar, expresaba una vida urbana apacible. Fuera de sus límites, en las haciendas y chacras, la vida era aún más tranquila.

La ocupación española significó el traslado de una cosmovisión profundamente religiosa. La unidad en la fe reunía a todos, desde el rey hasta el último de los esclavos. La iglesia evangelizaba e instruía las conciencias, imponía el tono de la vida y marcaba el paso del tiempo personal y comunitario. Signo visible de esta religiosidad era, por ejemplo, la presencia de la iglesia matriz y de los templos de las principales órdenes religiosas a los que se sumaba un número considerable de capillas.

Sus torres y el sonido de sus campanas anunciaban un tiempo casi más sagrado que profano.

Así como no había acto de la existencia humana que no fuera regulado por la Iglesia, los días y los meses del año iban al compás de la fe. El toque del “ángelus” o “tercias” al alba seguía con la “sexta” al mediodía, mientras que el “toque de ánimas” anunciaba el recogimiento de la noche.

En el año había gran cantidad de fiestas y celebraciones comenzando con las más importantes, Pascua, Corpus Christi y el Patrono Santiago, que conformaban una especie de triduo religioso festivo. Además, la ciudad consagraba semanas enteras a rogativas públicas y novenarios a santos protectores contra pestes, inundaciones, sequías o terremotos.

Todas las celebraciones se vieron afectadas por la estética barroca de aquellos siglos. La práctica externa de la religiosidad, el culto y la liturgia debían tener un tono de pedagogía moralizadora y ejercer impacto visual y auditivo. Por eso se desarrollaban en las calles, con la participación de todos, aún los de la campaña, para que se sintieran tocados por su carácter, doloroso o alegre.

Durante los días que duraba la fiesta, el espacio público se transformaba y la tranquila vida de aquellos mendocinos cobraba animación y galanería; cada vecino se ataviaba con sus mejores ropas y acudía a los rezos, oficios y procesiones. Sin el brillo y magnificencia de las grandes ciudades virreinales, Mendoza se unía en una celebración que, a rasgos generales, era similar en todas ellas.

La fiesta central de la cristiandad, la Pascua, era convenientemente preparada durante los días de Cuaresma. El miércoles de ceniza sepultaba al carnaval y daba inicio a los cuarenta días previos a la fiesta central de la cristiandad. Las distintas iglesias ofrecían sermones y pláticas religiosas con el fin de recordar a los fieles los misterios de la Pasión y la necesidad del arrepentimiento de los pecados, además de ayunos, abstinencias y sacrificios que endurecían el espíritu ante las tentaciones materiales, sobre todo carnales, y ponían las cosas en orden.

Durante la Semana Santa, el cabildo disponía limpieza y adorno de las calles para el paso de las procesiones del Jueves y Viernes Santo, y distribuía los nombramientos de las personas que llevarían las insignias que acompañarían las salidas de “Nuestro Señor Jesucristo y de su Señora Madre”. También se elegía a quienes debían leer los guiones de las celebraciones en el interior de los templos.

Con estas manifestaciones públicas, se aguardaba el momento de la Resurrección que se expresaba en la misa de Pascua el sábado a medianoche. El domingo culminaba la fiesta con procesión. Era obligación confesar y comulgar en el tiempo de Pascua y la Iglesia recordaba este precepto por medio de sus obispos.

Lamentablemente, además de que no quedan muchos testimonios documentales de aquellos eventos, hoy han desaparecido de la memoria de los mendocinos aquellas costumbres que brindaban cohesión al pueblo porque era un momento de inclusión general ya que el Salvador se esperaba en una vigilia universal. La Semana Santa, con su estética propia, ejemplificaba el ordenamiento de la práctica religiosa: la evolución desde el dolor y sufrimiento merecido hacia la alegría de la resurrección final.

Las celebraciones de nuestro tiempo han cambiado mucho; sin embargo pervive en el sentimiento de miles de mendocinos la percepción de que la Semana Santa es un tiempo propicio para expresar públicamente la fe en el Resucitado.

*La autora es del Instituto de Historia Americana y Argentina. Facultad de Filosofía y Letras. UNCuyo

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