De cuando unas machas y un congrio amenazaron el futuro

Era uno de esos míticos restaurantes de la costa de Cochoa. Uno de esos bodegones donde, además de las obligadas machas a la parmesana y su plato insignia, el congrio a la margarita, se podía disfrutar del rugido del Pacífico sobre las rocas.

Congrio con salsa margarita
Congrio con salsa margarita

Trabajo mientras pienso en el mar como el horizonte más anhelado. En mi memoria hay una configuración muy especial de olores, sabores y esa sensación incomparable sobre la piel que provoca el aire fresco de la playa en la Quinta Región de Chile, y que asocio desde niña a escenas del Pacífico que para mí son inigualables.

Retrocedo 30 años y de repente son casi las dos de la mañana del 15 de enero. Llegué tarde, tardísimo, y el chico que más me ha gustado en la vida me esperaba en mi departamento, un alquiler de verano que compartía con amigos. Yo, que tengo que hacer fuerza para no llegar antes a una reunión, me atrasé en una de las noches más importantes de mi vida.

Eran nuestras últimas horas juntos. Él estaba furioso -es el hombre más manso que conozco-, porque faltaban horas para volverse a Mendoza y estaba a minutos de partir sin despedirse. Entré a las apuradas, casi sin saludar. Recorrí el living con la mirada en milésimas de segundo buscando sus brillantes ojos marrones. En silencio, nos encaminamos a una habitación vacía, para hablar con tranquilidad ante las miradas frenéticas de los testigos que simulaban jugar al truco.

Yo llegaba de una cena familiar, una invitación de mi madrina -la mayor de las hermanas de mi madre- y su marido, que reclamaban mi compañía en uno de esos míticos restaurantes de la costa de Cochoa. Uno de esos bodegones donde, además de las obligadas machas a la parmesana y su plato insignia, el congrio a la margarita, se podía disfrutar del rugido del Pacífico sobre las rocas. La degustación de algunas docenas de mariscos, pescados varios, acompañados por un vino blanco de rigor, se prolongó más de lo aconsejable y me dejaron en el departamento dos horas después de lo previsto.

Aquella noche la brisa estaba particularmente helada. Era el momento agónico de una temporada de ensueño. Ese amanecer era un punto de inflexión: los dos sabíamos que teníamos que decidir cómo sería nuestro futuro próximo, qué iba a significar esa separación. Teníamos hasta las cinco de la mañana y ya no habría, al menos por un tiempo, más vistas de la luna roja sumergiéndose en el mar.

Nuestra situación ocho semanas antes había sido muy diferente. Estudiábamos juntos, éramos grandes amigos y confidentes. Pero teníamos una historia de encuentros y desencuentros; una afinidad indiscutible pero desincronizada.

Yo llevaba casi dos años tratando de autoconvencerme de que no sentía todo eso que me pasaba con él. Que sus labios no eran lo que más se destacaba de su cara cuando lo miraba de reojo mientras estudiábamos Semiótica. Me autoengañaba para sufrir menos.

Lo buscaba incluso donde sabía que no podía estar. Esperaba, mágicamente toparme con él, porque me alegraba pensar que me podía encontrar con alguno de esos paisajes añorados: esa sonrisa inigualable de dientes grandes, sus manos como de publicidad de relojes, unas pestañas interminables que recordaba cada vez que pensaba en él.

Habían transcurrido cerca de 18 meses de idas y vueltas, hasta que vivimos uno de esos encuentros casi predestinados, esos que uno no espera y que suceden porque no puede ser de otro modo. Hasta hoy, 30 años después, no sé bien por qué pasó, pero uno de los primeros días de diciembre, con el coraje líquido que proporcionan un par de tragos, me besó. A partir de ese momento ya nada pudo ser igual: empezamos a transitar, no sin vértigo y algo de miedo, las que hoy puedo definir como las semanas más emocionantes de nuestra vida en común.

Desde ese beso largamente esperado hasta la madrugada en la que debíamos despedirnos en Chile, se sucedieron días de estudio con apasionados encuentros a escondidas. No sabíamos dónde llevaría eso, ni siquiera si se convertiría en algo.

Ya casi era Navidad cuando empezamos a delinear cómo lográbamos seguir juntos al menos unos días durante enero. Había que encontrar la manera de hacer coincidir algún destino de vacaciones: él iría con su padre a Chile y con su madre a la costa Atlántica. Lo que menos queríamos era separarnos, ni un minuto.

Todavía no sé cómo, logré convencer a mis padres de irme dos semanas a Viña con un magro presupuesto adolescente, para compartir gastos con un grupo de amigos. Se sucedieron así una serie de días felices, de arena dorada, de agua casi congelada y grandes olas de varios metros en Reñaca, con duelos a muerte en el Taca Taca durante las horas de sol. Salidas nocturnas que combinaban risas en un bar en el medio de las dunas, los boliches en Con-Con y amaneceres en el muelle de Viña. Todo eso condensado con un condimento insospechado e intenso: el enamoramiento.

Y ahí estábamos en mi habitación del departamento, en una despedida que podía ser la definitiva. Teníamos miedo de dar un paso más allá, los dos. Si nos arriesgábamos tal vez perdiéramos a nuestro mejor amigo y a nuestro compañero de estudios desde primer año. Nos miramos a los ojos y supimos que no había otra posibilidad, tomaríamos el riesgo.

Me dio un beso, uno más de los miles que ya me había dado, el último hasta que nos volviésemos a ver a fines de febrero. No fue esa una despedida sencilla, pero habíamos tomado la decisión de ser una pareja y estábamos felices y esperanzados.

En ese momento, con los primeros rayos de sol asomando entre las nubes, lo vi alejarse con sus característicos pasos acelerados mientras canturreaba una canción. Y supe que no había otra posibilidad para mí más que estar con él. Lo que no imaginé esa madrugada fue que 30 años después seguiríamos juntos.

* Martina Funes: correo: tinafunes@gmail.com Tw:.@FunesMartina

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