Cuando caen las estatuas

El asesinato de George Floyd generó una vuelta de página en la historia occidental

Imagen ilustrativa / Archivo
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Cuando las estatuas caen, dan vuelta páginas de la historia. Anunciando el final del comunismo, cayeron las estatuas de Lenin en la Unión Soviética y frente al cuartel moscovita del KGB cayó la estatua de Dzerzhinski, el fundador del aparato de inteligencia que blindó al totalitarismo ruso.

El mundo vio caer las estatuas de Saddam en Bagdad, de Mubarak en El Cairo y de Jadafy en Tripoli y Benghazi. Muchas veces, la nueva etapa no estuvo exenta de opresiones y despotismos. Aunque siempre parezca estar avanzando a grandes saltos, la historia suele hacerlo con pasos cortos.

Pero incluso en esos casos, lo que expresa el derribo de estatuas son mutaciones en la mirada convergente del mundo. Por eso es posible afirmar que el asesinato de George Floyd generó una vuelta de página en la historia occidental. En Minneapolis comenzó la ola antirracista que se convirtió en tsunami global. La señal de su magnitud está en la caída de las estatuas.

En Durham cayó el monumento al soldado confederado de esa ciudad de Carolina del Norte. El gobierno de Virginia removerá la estatua del general Lee en Richmond, la capital de los Estados sureños durante la Guerra de Secesión. Robert Lee comandó el ejército de la confederación que rechazaba la abolición de la esclavitud. Su estatua, que ya había provocado choques en Charlottesville, ahora cae sin tener muchos defensores.

En Londres también cayeron estatuas que expresaban la aberrante persistencia del racismo. En Bristol fue arrojada al río Avon la estatua de Edward Colston, mayor benefactor de esa ciudad inglesa en el siglo XVII y dueño de una fortuna amasada con el comercio de esclavos.

Poco después, la alcaldía de Londres ordenó remover la estatua de Robert Milligan, traficante de esclavos del siglo XVIII que en su hacienda jamaiquina explotaba africanos cazados en junglas y sabanas como animales salvajes.

En Amberes cayó la estatua de Leopoldo II, el rey que convirtió al Congo en propiedad personal donde explotaba nativos en las plantaciones de caucho. El genocidio que perpetró y fue denunciado por Gran Bretaña, hizo que el Estado de Bélgica le quitara la propiedad del vasto territorio, que pasó a llamarse Congo belga.

Faltan por caer muchas estatuas. Pero las ya derribadas señalan un rasgo de este tiempo: las rebeliones contra diferentes formas de supremacismo y segregación.

El movimiento feminista avanza modificando legislaciones. La diversidad sexual salió del placar logrando ser reconocida e incluida. Por primera vez en la historia, multitudes movilizadas tumbaron un gobernante por ser homofóbico: el gobernador de Puerto Rico, Ricardo Rosselló, tuvo que renunciar por la indignación que causaron sus burlas a homosexuales, aunque las hacía en privado.

El mundo está surcado por revoluciones imperceptibles que inesperadamente estallan. Como en todas las emancipaciones, hay tendencias radicalizadas y acciones desorbitadas. Resultan controvertidos los derribos de estatuas de Cristóbal Colón y parece una injusta sobreactuación sacar de la cartelera de cine por TV “Lo que el viento se llevó”. Aunque tenga rasgos de un tiempo racista, ocultar la novela de Margaret Mitchell es un acto de censura. También lo es el despido del editor que publicó en The New York Times la opinión de un conservador que cuestionó las protestas antirracistas. El prestigioso diario degrada su posición progresista si censura otras miradas, aunque fuesen recalcitrantes, sólo para no contrariar a sus lectores.

Resulte imprescindible denunciarlas, pero tales contraindicaciones de los procesos revisionistas son consustanciales a los mismos. Y el crimen de Minneapolis desató un proceso de ese tipo. Además del derribo de estatuas, lo prueba el rechazo militar que encontró Trump cuando quiso usar el ejército para controlar las protestas.

Con el peso de sus condecoraciones y el prestigio que ganó diseñando la “Tormenta del Desierto” que barrió de Kuwait a los invasores iraquíes, el general Colin Powell le bajó el pulgar al presidente.

Quien fuera consejero de Seguridad de Ronald Reagan, jefe del Estado Mayor Conjunto de Bush padre y secretario de Estado de Bush hijo, votó por Barak Obama y Hillary Clinton, pero es un conservador que desistió de la postulación presidencial del Partido Republicano por pedido de Alma, su esposa.

Su carrera tiene manchas, como la complicidad con la patraña de las armas de destrucción masiva pergeñada por Cheney, Wolfowitz y Rumslefd para invadir Irak a pesar del resultado de las inspecciones del equipo de expertos que encabezó el sueco Hans Blix. Aun así, es casi un prócer viviente. Nació en Harlem, creció en el Bronx y tanto ese origen como el color de su piel explican por qué también Powell considera que Trump irradia con palabras, gestos y actos el desprecio racial que explica por qué están cayendo las estatuas.

Muchos militares norteamericanos piensan igual que Colin Powell y lo expresaron a través de generales con peso y prestigio que rechazaron el uso del ejército que pretende Trump, aunque la Ley de Insurrección de 1807 lo autoriza en caso de graves convulsiones internas. Lo hizo Abraham Lincoln contra los estados esclavistas; Eisenhower en 1957 en Arkansas, cuando el gobierno estadual se resistía a levantar la segregación racial en las escuelas, y Kennedy en Alabama, cuando la autoridad local defendía la discriminación en las universidades públicas. Pero en aquellas dos ocasiones se recurrió al ejército para imponer una legislación federal contraria al racismo. En cambio Trump intentó usarlo contra las protestas antirracistas. Y encontró un muro militar cerrándole el paso.

El general Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto, le advirtió que las protestas son un derecho constitucional. En términos similares se expresó Mark Esper, jefe del Pentágono de la actual administración. Más lapidario aún fue el prestigioso general Jim Mattis, secretario de Defensa hasta que en el 2018 renunció al cargo por rechazar la retirada de las fuerzas destacadas en Sirias, ordenada por Trump traicionando a los mejores aliados de Estados Unidos en ese conflicto: los kurdos.

Mattis explicó que todos los presidentes se esforzaron por unir a los norteamericanos, mientras que Trump trabaja para dividirlos.

Muchos generales piensan que, además de dividir a los norteamericanos, el magnate neoyorquino ha trabajado desde el inicio de su mandato para debilitar a la OTAN y dividir a los aliados occidentales, facilitando la expansión de Rusia con la anexión de Crimea y la guerra en la región ucraniana del Donbáss.

Por ser tan visible su apoyo a las dirigencias europeas opuestas al proceso de integración, la UE comenzó a distanciarse del presidente norteamericano. Angela Merkel no irá a la cumbre del G7 que lo tendrá de anfitrión en Washington. Y en las calles británicas, multitudes protestaron contra el racismo y contra el líder extranjero que más injerencia tuvo a favor del Brexit: apoyó a su principal impulsor, Nigel Farage; denostó al alcalde londinense Sadiq Khan, y atacó a Theresa May por sus intentos de Brexit blando, hasta que le cedió Downing Street al “brexisteer duro” Boris Johnson.

El racismo lleva siglos perdiendo batallas. Luther King, Gandhi y Mandela son algunos de sus imponentes vencedores. Pero en Minneapolis estalló una rebelión contra el racismo en la dimensión de la cultura occidental.

La señal de esa revolución cultural es la caída de las estatuas.

*El autor es Periodista y politólogo - Especial para Los Andes

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