¿Cuál es el verdadero poder del presidente Fernández?

Una de las consecuencias más notorias de este cambio de escenario se estaría dando en la composición del gabinete y su relación con la vicepresidente. De gobierno tutelado, Cristina estaría mutando a una modalidad de gobierno títere, en directa consonancia con sus urgencias judiciales y electorales.

Alberto y Cristina Fernandez. / Gentileza: La Voz.
Alberto y Cristina Fernandez. / Gentileza: La Voz.

Es probable que como consecuencia de su derrota en las elecciones legislativas de 2017, Cristina Fernández haya arribado a una conclusión. Después de que se frustrara el  intento de pacto de impunidad con Mauricio Macri y con varias causas judiciales avanzando en su contra, entendió que si Cambiemos conseguía la victoria en las presidenciales de 2019, su libertad y la de su familia peligrarían seriamente.

Esa conclusión se fue confirmando con la posterior declinación del gobierno de Macri, como efecto de la crisis económica desatada en 2018. El gobierno podía recurrir a la dinámica de la polarización con el kirchnerismo, que representaba el pasado, como estrategia para compensar los malos resultados y proyecciones en materia económica. Fue en definitiva lo que sucedió.

Cristina asumió por su parte que estaba dentro de las posibilidades que el Gobierno nacional, en un contexto de campaña presidencial, apoyara activamente los procesamientos en su contra. De ese modo llegaba a una conclusión definitiva: su defensa solo podría ser política. O más precisamente, electoral. Esa estrategia de defensa debía cumplir una serie de requisitos bastante difíciles de reunir y combinar.

  1. Una fórmula ganadora. La defensa política de Cristina Fernández debía optimizar los beneficios electorales. La hipótesis de máxima era alcanzar una conjunción de elementos suficiente para desplazar a Cambiemos del gobierno nacional. La hipótesis de mínima era arrebatarle la Provincia de Buenos Aires, como reducto político con capacidad de presión y de negociación, y también como reserva de valor para garantizar la supervivencia política del kirchnerismo.
  2. Una fórmula peronista. Para obtener esos resultados Cristina debía constituirse en factor aglutinante del peronismo, reuniendo en torno suyo a los sectores dispersos: en particular el Frente Renovador de Sergio Massa, los gobernadores y los intendentes del Conurbano. Era la única manera de romper el techo electoral que la había llevado a las derrotas sucesivas de 2013, 2015 y 2017.
  3. Una fórmula horizontal. Para reunir al peronismo en torno suyo, Cristina debía evitar que sus eventuales socios en la coalición llegaran a la conclusión de que se trataba de otro proyecto hegemónico, como el “vamos por todo” de 2011. Por eso era vital que renunciara a encabezar la fórmula, como prueba de su disposición a someterse a las decisiones de la coalición, comportándose como un socio más, sin la centralidad ni la potestad de un líder máximo.
  4. Una fórmula dócil. Por las razones que habían dado lugar al plan, Cristina no podía perder el control del eventual gobierno, en caso de que se obtuviera la victoria en las urnas. La solución era la siguiente: renunciar a la titularidad del gobierno, retener el poder. Un esquema de desdoblamiento entre lo formal y lo real. Cristina mandaría pero sin dar la cara, sin desgastar su poder ni asumir los costos de errores y derrotas.

El candidato

La pieza central de todo este montaje era la selección del candidato a presidente. Cristina no podía otorgar la investidura presidencial a ninguno de sus socios reales (Massa, los gobernadores o los intendentes), porque sabía que inevitablemente convertirían al Gobierno en un proyecto en su contra o al menos, fuera de su control: las consecuencias posibles iban desde la extorsión a la liquidación definitiva del kirchnerismo como espacio de poder. Se trataba de una alianza por conveniencia, no por afinidad y mucho menos por afecto. Se necesitaba alguien con las siguientes características:

1. suficiente conocimiento por parte de sus socios y del electorado (no podía ser un desconocido),

2. de extracción o trayectoria peronista, que garantizara la identidad de la fórmula presidencial,

3. sin proyecto político personal ni base propia sobre la que apoyarse, sobre todo en el contexto de una virtual ruptura con su mentora,

4. lo suficientemente distante o crítico de Cristina como para hacer creíble su independencia de criterio y su autonomía para encabezar el gobierno.

Quien reunía todos y cada uno de tales requisitos era su antiguo subordinado, Alberto Fernández. Después de la ruptura con el matrimonio presidencial había tenido una trayectoria errática por diversos espacios políticos, con escasa fortuna, manteniendo su exposición pública gracias a su condición de “viudo” de Néstor Kirchner y a sus recurrentes declaraciones mediáticas contra su antigua jefa. Alberto Fernández era un cadáver político antes de la decisión de Cristina: revivirlo suponía conseguir a alguien con la autonomía de un zombi. Tampoco se trataba de una unión fundada en el afecto o en la afinidad, sino en intereses concurrentes. Se construía a partir de una historia de recelos, agravios y deslealtades mutuas. Cristina se reservaba un lugar en la fórmula, por dos razones:

  1. asegurar con su presencia el voto de su electorado cautivo (desactivando las prevenciones kirchneristas contra el candidato presidencial) y
  2. situarse en la fila de la sucesión presidencial, en caso de una posible crisis.

La campaña electoral, protagonizada por Alberto Fernández como figura central y dominante, fue una buena ocasión para reafirmar la idea de un candidato independiente y con margen de decisión propia. Por razones que no viene al caso detallar, esa imagen no persuadió solamente a los socios del Frente de Todos sino también al segmento principal de los formadores de opinión y medios de comunicación. Los tiempos del kirchnerismo como proyecto hegemónico, populista y contrainstitucional parecían haber quedado definitivamente en el pasado.

La repartija

La constitución del gabinete después de la victoria, mostró una realidad muy diferente. Las vacilaciones, la prolongada demora en la designación de ministros y secretarios dio una señal clara de dependencia, aunque limitada por cierto margen de decisión del presidente electo. Cristina se reservó el nombramiento de funcionarios en áreas que consideraba estratégicas (casi todas las grandes “cajas” del Estado nacional, obedeciendo así a la preceptiva de Néstor, que identificaba poder con dinero) y ejerció el poder de veto respecto de la designación de ministros: este sí, este no.

El resultado fue un gabinete débil, sin figuras de peso específico propio, sin trayectoria ni experiencia, con antecedentes puramente militantes. El reparto del Estado y la administración entre los socios del Frente de Todos no siguió el tradicional criterio de corte vertical, reservando áreas completas a cada uno, sino horizontal, con asignaciones de cargos en diversos niveles, según una lógica clara:

1. establecer controles cruzados entre sectores;

2. en caso de conflictos o malentendidos, la necesidad de escalar el problema a instancias superiores para resolverlos, reforzando la dependencia respecto de la vicepresidente;

3. obstaculizar el desempeño del Gobierno por la obediencia dispar que debían observar los funcionarios, impidiendo el funcionamiento de la cadena de mando. Ya veremos qué función tiene este aspecto.

Una defensa política: gobierno tutelado

Cabe preguntarse qué tipo de performance esperaba Cristina de este armado político tan peculiar, minado de dificultades para un funcionamiento mínimamente razonable. En tanto el mandato principal de Alberto Fernández era la reactivación económica, probablemente haya pensado que con una política de fuerte impulso al consumo interno, emisión y congelamiento de las tarifas, protección de la producción local y presión impositiva sobre los sectores productivos vinculados a la exportación alcanzaría para arribar a las elecciones de medio término en 2021 con buenas perspectivas, es decir, metiendo dinero en el bolsillo de la gente.

El perfil de Martín Guzmán, ministro de economía, respondía precisamente a un esquema de esas características. Insostenible, como puede verse, pero el kirchnerismo nunca trascendió la estimación de corto plazo ni se ha preocupado por los indicadores macroeconómicos. En caso de que fuera inevitable llevar a cabo un ajuste, podría hacerse con posterioridad a las elecciones de 2021, con tiempo para que el malestar se disipara, permitiéndole llegar al 2023 con una fórmula enteramente propia, encabezada por los delfines: Máximo Kirchner o Axel Kicillof.

Mientras se aliviara el malestar por la crisis económica, Cristina podría ir resolviendo con suficiente margen sus problemas con la justicia a través del único método que conoce y a partir del cual ha formulado una teoría superadora del tradicional principio de división de poderes: presión sobre los jueces, operaciones de extorsión y manipulación de la justicia desde el Poder Ejecutivo. El objetivo era el sobreseimiento en todas las causas en su contra.

Pero nada resultó como se esperaba. El COVID 19 alteró todos los planes y metió al país en una dinámica absolutamente imprevista. La reactivación económica nunca llegaría: la caja de herramientas de Guzmán no se modificó un ápice con la emergencia de la pandemia. Sencillamente no dio los resultados esperados: la caída de la actividad fue una de las más brutales del mundo, con cierre masivo de PYMEs, salida de grandes empresas y destrucción masiva de empleos y capital. La Argentina profundizaba su larga recesión. La renegociación con los deudores privados -que consistió básicamente en la prórroga de los vencimientos hasta después de 2023- pareció dar algo de margen al Gobierno. En ese difícil contexto el acuerdo con el FMI, con sus consabidas cláusulas de ajuste, parecía totalmente fuera de la agenda del gobierno.

Aborto de poder

Sin embargo la pandemia fue la circunstancia ideal para que Alberto Fernández, apenas asumido y casi sin margen de gestión, aumentara de forma espectacular sus índices de popularidad durante los primeros dos meses. Entonces sucedió una cosa curiosa pero previsible. En el momento en que se pudo abrir una brecha entre el gobierno formal y el poder real, sonaron las alarmas de Cristina Fernández, que impuso medidas disciplinarias: tomó el control de la caja del Estado que todavía no estaba en sus manos, al sustituir a Viroli por la camporista Raverta en la dirección del ANSES.

La posibilidad de que Alberto Fernández, en virtud de una popularidad desbordante, adquiriera peso específico, concentrara poder y lograra emanciparse de la tutela de Cristina fue rápidamente abortada. Lo mismo sucedió con la coalición de facto con el opositor Horacio Rodríguez Larreta, que pareció despuntar durante los primeros meses de la cuarentena. La práctica confiscación de parte de los ingresos de la coparticipación federal de la CABA bloquearon al Presidente otra vía para construir un fundamento alternativo de poder personal.

Cristina es perfectamente consciente de que a pesar de que Alberto Fernández es un presidente emasculado por definición, sin poder propio ni margen de decisión, es preciso vigilar en todo momento que no consiga un punto de apoyo mínimamente firme para plantear disidencias o iniciar un proceso de emancipación: aún desde la formalidad intencionalmente vacía del cargo es posible construir poder. Con un par de medidas bien estudiadas, Cristina alejó tanto la posibilidad de recibir un apoyo directo de los ciudadanos como de articular una estrategia colaborativa con la oposición.

Es preciso hacer foco en este asunto, porque supone un aspecto muy delicado del armado político de Cristina: un Gobierno nacional que demuestre una eficiencia y una capacidad de gestión suficiente como para generar la adhesión masiva por parte de la ciudadanía sería un Gobierno empoderado, en condiciones de liberarse de la tutela de la Vicepresidente y postergar o incluso contrariar tanto su agenda personal con la justicia como su proyecto de perpetuación en el poder. A Cristina no le sirve que al Gobierno le vaya demasiado bien. El “loteo horizontal” del Estado al que hacíamos referencia antes puede tener este objetivo de obstaculización de su funcionamiento. La fábula del escorpión y la rana, una constante del kirchnerismo.

Los tiempos se acortan

Conforme la tan ansiada reactivación no solamente no se produjo sino que el malestar de la población ha ido in crescendo, tanto por la caída de la actividad económica como por la pésima gestión de la pandemia y los malos resultados en prácticamente cada área de gestión, los objetivos particulares de Cristina se han vuelto progresivamente más difíciles de llevar a cabo.

El control político sobre la justicia avanza, pero el sobreseimiento de las causas no. Las operaciones-ensayo de indulto para los casos de los condenados Milagro Sala y Amado Boudou fracasaron. La condena de Lázaro Báez, sus hijos y cómplices fueron una señal de alarma para la hoja de ruta de Cristina. El tiempo se acorta dramáticamente ante la posibilidad de una derrota electoral en las legislativas. Sensible al cambio político, el sistema judicial podría activar una nueva alineación, dictada por el principio de defección estratégica del que habla Gretchen Helmke. Los objetivos de Cristina adquieren una nitidez cada vez mayor:

1. resolver definitivamente de forma institucional los agobios judiciales que se ciernen sobre ella; en caso no conseguirlo

2. perpetuarse en el poder como defensa ultima ratio: si no hay victoria judicial, retener el poder político por el tiempo que sea necesario.

Incluso podría estar sucediendo que el primer objetivo decline inevitablemente en favor del segundo, dada la creciente precariedad institucional del sistema de justicia. Los temas más álgidos y urgentes de la agenda gubernamental -salud y economía- solo mantienen una presencia fuerte en los discursos y las declaraciones oficiales.

Una de las consecuencias más notorias de este cambio de escenario se estaría dando en la composición del gabinete y su relación con la vicepresidente. De gobierno tutelado, Cristina estaría mutando a una modalidad de gobierno títere, en directa consonancia con sus urgencias judiciales y electorales. Es preciso comprender este punto, que de ningún modo supone una puja ni un conflicto interno: en la medida en que los resultados no se dan, Cristina avanza en el control del Gobierno, reduciendo el margen de discrecionalidad que otorgara voluntariamente al presidente Fernández. El famoso albertismo -un sector emergente de poder que respondería a Alberto Fernández- nunca existió. No es que Fernández no quiera plantear un conflicto de poder: ese aspecto es irrelevante. No puede hacerlo. No controla siquiera un área del Gobierno para hacerse fuerte. Tampoco puede apoyarse en la oposición, sencillamente porque para eso debería tener suficiente capacidad de operación y margen propios para cumplir compromisos.

Muerte ardiente

¿Quiere decir que el presidente no tiene ningún poder, es completamente impotente? En absoluto. Pero se trata de un poder muy particular, que puede ser usado una sola vez. Quizá dos. Como hemos visto, la elección del candidato presidencial adecuado es una pieza clave del armado político del Frente de Todos: toda la operatoria depende de eso.

Pero en la medida que se insertó esa figura por definición subordinada, depotenciada, se la invistió inevitablemente de un poder: el eslabón más fino, pero que mantiene la tensión de la cadena. El poder que posee el Presidente no le sirve para salvar al Gobierno: sólo le permitiría provocar una crisis que dé lugar a una transición política y a la instauración de un gobierno real, en sustitución del actual simulacro de gobierno. Decimos que este poder residual, esencialmente negativo, que le resta a Alberto Fernández como mucho podría ser usado dos veces: la primera como amenaza, la segunda como renuncia. Esto último activaría la sucesión presidencial: Cristina Fernández, vicepresidente; Claudia Zamora, presidente del Senado; Sergio Massa, presidente de la Cámara de Diputados, en ese orden.

La asunción de Cristina Fernández como presidente de la Nación supondría un gravísimo revés para sus planes:

  1. la expondría nuevamente a la exposición pública y el desgaste propios de todo gobierno;
  2. dificultaría sustancialmente sus planes de sobreseimiento (en caso de que no prosperaran quedaría la burda posibilidad de autoamnistiarse/ autoindultarse);
  3. enrarecería la relación con sus socios del Frente de Todos, que probablemente no estén dispuestos a colaborar con el proyecto de perpetuación en el poder a través de los delfines;
  4. respecto de la ciudadanía, revelaría a nivel masivo que su plan fue ese desde el principio, enajenándola de todo apoyo electoral fuera de su núcleo duro.

Claudia Zamora prácticamente no cuenta en este juego: su desempeño presidencial sería muy parecido al de Alberto Fernández. Por su parte, una presidencia a cargo de Sergio Massa se convertiría inevitablemente en un proyecto político propio, en el que Cristina perdería el control y podría pasar a ser rehén del nuevo Gobierno.

Lo que parece claro es que una presidencia en manos de Cristina o de Massa tendría un importante efecto benéfico: terminar con el desquicio que supone el desdoblamiento entre gobierno y poder, un experimento que sirve para ganar elecciones pero que es funesto para constituir un gobierno.

En la célebre película Bichos, el inescrupuloso empresario circense, PT Flea, se guarda un recurso extremo para recuperar la atención de un público aburrido y apático: la muerte ardiente, un arriesgado número de acrobacia en medio de las llamas. El show se salva, pero a costa de la muy probable muerte de alguno de sus ejecutantes.

La grave crisis en la que se encuentra el país reclama, como quizá nunca antes en su historia, un gobierno fuerte, con suficiente capacidad operativa, cohesionado y con objetivos claros. El gobierno de Alberto Fernández no posee ese carácter ni está en condiciones de obtenerlo. La renuncia a su cargo sería un acto revestido de una significación y una trascendencia profundamente patrióticas: si no puede gobernar, dejar el puesto a quien pueda hacerlo. ¿Estará dispuesto a hacer esta contribución fundamental para la vida y el futuro del país? ¿Cómo quiere que lo juzgue la Historia?

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