Cristina ya resolvió cuándo, pero la oposición vacila

Cristina apunta a un amplio disciplinamiento social. El látigo comienza por los jueces y los periodistas. Son sólo el medio. El fin es la ciudadanía.

El principal problema político de Cristina Fernández es que de los delitos que se le imputan todavía no la absolvió nadie. Sus seguidores -que no son pocos- nunca osaron dudar de su inocencia vestal. Mal podrían indultarle ninguna culpa. Sus detractores -que no son menos- admiten su regreso por obra de los votos, pero no creen que la historia ya le haya blanqueado los expedientes. Los jueces que la investigan están obligados a ignorar las creencias políticas de seguidores y detractores. Su obligación es hacer foco en las pruebas, los documentos, los testimonios. Y el problema para la vicepresidenta sigue abierto.

De modo que Cristina decidió jugar a fondo todo su poder atacando al Poder Judicial en toda la línea, de cabeza a los pies. Hasta que la vigilancia o el castigo terminen con esa obligación de neutralidad de los jueces. Eso es el núcleo de la reforma judicial. Adornada con algunos caramelos de canje para difusores obedientes o canonjías para funcionarios judiciales con deseos de ascenso.

Pero no es toda la reforma institucional en curso. Quedó en evidencia con la cláusula de delación incorporada de improviso por el senador Oscar Parrilli en el proyecto que aprobó el Senado, en un recinto vacío.

Cristina apunta a un vasto disciplinamiento social. El látigo empieza por los jueces y los periodistas. Son sólo el medio. El fin es la ciudadanía. Hasta el momento, el confinamiento obligatorio más extenso del mundo venía cumpliendo ese rol, con el sólido pretexto de la emergencia sanitaria.

El psicoanalista oficial del cristinismo, Jorge Alemán, estaba trabajando en un urgente pedido de dispensa al filósofo Michel Foucault y sus tesis sobre las relaciones de poder. Para Foucault, el poder ya no es represivo en las sociedades modernas, porque éstas generan nuevas formas productivas de sujeción. Fue el teórico del tránsito de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control. A los populismos de izquierda esa teoría les vino como anillo al dedo para explicar el triunfo del liberalismo. Desde el muro caído en Berlín, hasta el pujante capitalismo en Shangai. La inclinación al consumo de los nuevos oprimidos se explicaría porque el capitalismo -con sus sutiles tentáculos de vigilancia y castigo- les carcomió la cabeza.

Y en eso llegó el Covid. La novedad le diluvió a Jorge Alemán justo con sus pacientes a cargo del gobierno argentino. De pronto, las objeciones terminantes a la sociedad del control debían girar sobre el eje para defender la cuarentena. Alemán recurrió entonces a la “superioridad moral” (definida desde el poder) de los protocolos de confinamiento como “solidaridad en lucha con las pulsiones narcisistas” de los que reclaman por sus derechos en medio de la cuarentena.

Para Cristina, el panóptico con barbijo de Jorge Alemán viene llegando más bien tarde: el tiempo de la cuarentena como herramienta de vigilancia y castigo agoniza. La vicepresidenta cree que hay que plantar ahora los cimientos de un nuevo modo de disciplinamiento social. No sólo por el objetivo táctico de su impunidad personal. En lo estratégico: porque lo que viene es un tiempo social signado por el conflicto. Con el Banco Central sin dólares y la gente protestando en la calle. Con la economía en una depresión histórica y una elección a la vuelta de la esquina.

El primero de esos datos es significativo. La correlación entre las reservas del Central y la gobernabilidad del país ha sido una constante. El albertismo creía que con el acuerdo cerrado con los acreedores externos por fin arrancaba el Gobierno. Pero se cumplieron las predicciones de los que auguraban que ese acuerdo era necesario, pero insuficiente. Pese a esas urgencias, el frente externo ha entrado en pausa hasta noviembre porque el Gobierno espera una derrota de Donald Trump para encaminar negociaciones con el FMI. Pero las reservas están exhaustas. Incluso en un escenario sin demanda por turismo emisivo, con requerimientos muy limitados de importación y un cepo cambiario cercano a cero.

Con este panorama, Cristina ya definió el dilema del cuándo. Es ahora o es nunca. Tiene enfrente a una oposición que todavía no resolvió esa duda. No sabe si recuperar sus bancas ahora, cuando se lo piden sus votantes; o luego, cuando lo autoricen los infectólogos del Gobierno.

En el Senado se acaba de aprobar un rediseño institucional de alto impacto con los legisladores de la oposición recluidos detrás de una pantalla. A sólo un mes de la cuarentena, ese brete le fue anticipado por Martín Lousteau a su bloque. Uno de los más renuentes a salir de su casa para asistir al Congreso fue entonces Julio Cobos. Una curiosa inversión de roles de dos actores protagónicos en la “crisis de la 125”.

La oposición en Diputados también resignó sus bancas. Es probable que no logre recuperarlas sin una demostración eficiente, como la que efectuaron sus votantes en la calle. Aquellos que se manifestaron en contra de la reforma judicial le pusieron al cuerpo a las invectivas sanitarias del oficialismo. Sus representantes siguen en la virtualidad de la retaguardia.

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