AVP: Agrupación Viejos Peronistas

Los viejos peronistas podrían equipararse con una identidad religiosa, la fe en un credo político, sus ritos y símbolos, su ética propia.

Los viejos peronistas podrían equipararse con una identidad religiosa, la fe en un credo político, sus ritos y símbolos, su ética propia.
Los viejos peronistas podrían equipararse con una identidad religiosa, la fe en un credo político, sus ritos y símbolos, su ética propia.

Están entre los 80 y los 65 años de edad, aproximadamente. Los primeros lo identifican con los años felices de la infancia, que según Rainer Maria Rilke es la verdadera patria del hombre. Experimentaron los aspectos más gratos y luminosos del peronismo clásico, libres por edad de todo análisis o aproximación crítica. Probablemente retengan en su memoria emotiva los días trágicos del 55. ¿Qué calidad moral podían tener los enemigos de la felicidad del pueblo?

Los últimos se enteraron de esa época de esplendor de labios de sus padres y abuelos. Y compartieron con ellos, a partir de una imagen idealizada, la esperanza del retorno. O al revés: hartos de oír las letanías condenatorias y rencorosas de sus mayores canalizaron su rebeldía adolescente y juvenil abrazando con entusiasmo “el hecho maldito del país burgués”.

Su comprensión del pasado nacional se estructuró a partir del contrapunto revisionista -ya nacionalista, ya forjista o de la izquierda nacional- a la historiografía liberal. Se alimentaron con las acres revelaciones de Mordisquito y el resentimiento razonado de Jauretche. Una contrahistoria contada desde la perspectiva de los que perdieron: ¿sería alguna vez la historia de los vencedores o quedarían atrapados para siempre en el memorial detallado de los agravios padecidos? Por otro lado ¿se trataba de una forma mejor, reflexiva y crítica, de comprender la historia o de la mera sustitución de una mítica por otra, con sus simplificaciones escolares y su panteón alternativo?

Vivieron la euforia intergeneracional del regreso de Perón, que se saldó con una violencia brutal, empobrecimiento general y represión. Quizá habrían tenido la oportunidad de metabolizar la experiencia peronista si el golpe del 76 no los hubiera fijado en una posición victimista y exculpatoria. Eran esas fuerzas oscuras que se conjuraban nuevamente contra un gobierno del pueblo. Algunos marcharon al exilio, otros lo fingieron, lo que elevó su militancia a una altura épica.

En el 83 se sorprendieron ante la ingratitud de los argentinos que cometían la grosería de no preferir al peronismo redentor en las urnas. Después fueron entendiendo. Quizá tendrían que haber cambiado, adaptarse a los nuevos tiempos. Fue un momento apto para la autocrítica, que duró poco.

Votaron sin vacilar al caudillo riojano que prometía revolución productiva, antiimperialismo y salariazo: la restauración de la Argentina peronista. Se subieron, entre sorprendidos y desconcertados, al exitismo primermundista del menemismo, la apoteosis del capital. Parecía que los signos de los tiempos no eran del todo adversos al proyecto nacional y popular.

El colapso de la convertibilidad menemista caería sobre cabezas ajenas. Como explica Juan Carlos Torre, la gente fue a golpear las puertas de los comités radicales, no de las unidades básicas. El peronismo no solamente pasó indemne la ordalía del 2001 sino que se erigió como principal impugnador del neoliberalismo y como la única fuerza política capaz de gobernar el país. Para quienes, con cierta distancia crítica, el menemismo había estado a un paso de obrar la demolición de la identidad peronista, suponía una afortunada revitalización de su identidad cultural y política.

El regreso al modelo distributivo, nacional y popular de fines de los cuarenta sería una suerte de retorno a la Tierra Prometida, después del largo periplo del Proceso, la renovación y el menemismo. Ese kirchnerismo era insostenible para cualquiera que estuviera dispuesto a ver la realidad, pero no para ellos: no hay reservas mentales en una confirmación tan palmaria y gozosa del propio sesgo de confirmación. En Cristina vieron la reencarnación de Eva luchando contra los enemigos de la Patria: los de adentro y los de afuera. La historia se repetía y ellos tenían la inmensa fortuna de vivirla de nuevo.

El conocimiento de la historia reciente, la experiencia extendida, el protagonismo debería haberlos hecho madurar, tomar distancia, entender que en el balance de medio siglo pasado y lo que va de este, la Argentina formada a imagen y semejanza del peronismo ha perdido empuje, riqueza, cohesión social. Un país sin futuro, loteado entre corporaciones.

Muchos fueron dándose cuenta: a la muerte del General, con de la derrota del 83 o después. Otros no: se mantienen en esa identidad infantojuvenil que demanda una adhesión total, incondicional y puntual. No parecen distinguir lo sustancial de lo accesorio: muestran un entusiasmo parejo por cada declaración, cada iniciativa o proyecto del gobierno por absurda, contraproducente o antiperonista que sea. Se los ve en las redes sociales militando cada tontería de un gobierno sin rumbo. Da un poco de vergüenza ajena, gente grande. A veces, rascando un poco, se ve el interés detrás de la militancia: el carguito, el contrato, la prebenda, la jubilación de privilegio. Otras no. Parecen sinceros.

28 de julio de 2021. En medio de una de las gestiones más desastrosas de la pandemia a nivel mundial es designado Ministro de Salud de la provincia de Buenos Aires Nicolás Kreplak, hasta entonces viceministro. En el estacionamiento del Ministerio se desata un festejo loco, sin protocolos ni distanciamiento, un pogo de funcionarios coreando la marcha peronista. ¿Qué celebran? Participa Daniel Gollán, 66 años, funcionario saliente, antiguo cuadro, incondicional de Cristina, procesado por defraudación durante la gestión de Scioli (al igual que Kreplak) y sobreseído después de regresar al cargo público. Cuando se le preguntó sobre el incidente respondió: “fue la emoción del momento”.

Según una interpretación muy remanida los viejos peronistas podrían equipararse con una identidad religiosa, la fe en un credo político junto con sus dogmas, sus ritos y símbolos, su ética propia. Pero no responden tanto a una pulsión de culto como de confrontación: una lucha de la que son comparsas, escuderos o espectadores comprometidos, puesto que las pelean otros. En lo personal me parece más cercano al comportamiento de la hinchada de un equipo de fútbol: la que nunca abandona, la que aguanta los trapos, la que siempre alienta, la que sigue a todas partes.

No importa el resultado de la acción de gobierno (ya no importa), importa que vuelven siempre. El tiempo no pasa, las viejas glorias son las de ahora, siguen siendo la argentinidad al palo, los que mejor expresan el espíritu del pueblo. Una estudiantina decrépita congelada en un proyecto de poder mezquino y obsoleto, mientras el país languidece en el atraso, el aislamiento, la postergación.

*El autor es Profesor de Filosofía Política.

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