Apocalipsis, 1976

El 24 de marzo de 1976 fue el día más terrible de la década más terrible de toda la historia argentina del siglo XX. En esos años horrorosos la violencia genocida primero y la pobreza estructural luego, hirieron de gravedad a ese gran país de clase media que entre todos supimos forjar y que aún sigue en terapia intensiva pese a que desde 1983 la democracia nos devolvió el derecho a la vida y a la libertad que la dictadura nos quitó.

Un 24 de marzo de 1976 comenzó el período más trágico de la historia argentina. En la foto se ve  la Casa Rosada, rodeada de tanques ese mismo día.
Un 24 de marzo de 1976 comenzó el período más trágico de la historia argentina. En la foto se ve la Casa Rosada, rodeada de tanques ese mismo día.

A principios de los años 70 del siglo XX en la Argentina, eran muchas las esperanzas depositadas en la década que comenzaba. Había convulsiones sociales y un gobierno militar, pero también una clase media próspera, una pobreza más cercana a la europea que a la del resto de América Latina, e incluso, para los que no estaban conformes con ese estado de cosas, una serie de expectativas de cambios profundos como se habían evidenciado en el Cordobazo de 1969 o en el Mendozazo de 1972 donde amplios sectores contestatarios empujaban -sabiéndolo o no, queriéndolo o no- el país hacia mayores avances sociales y un resurgir de la democracia. Como émulos que eran del mayo francés de 1968 donde obreros y estudiantes -aunque pretendieran una revolución que a la postre no se daría- empujaron con sus protestas hacia la modernización social y la formación de una nueva elite dirigencial menos propensa al statu quo. Algo así parecía suceder en la Argentina, el gran país de clase media de América Latina.

Eso hubiera sido posible si hoy recordáramos al 25 de mayo de 1973 como la jornada central de la década del 70 y no, como hacemos ahora, al 24 de marzo de 1976 como el funesto pero más importante día de aquellos diez trágicos años.

El 25 de mayo de 1973 asumían las autoridades de la primera elección plenamente democrática y republicana en décadas. Y además (quizá esto fuera aún más importante) con las grandes grietas históricas cicatrizando, con los partidos populares unidos y con una sociedad que, en su inmensísima mayoría, aún sin haber votado al peronismo, apostaba sinceramente a su éxito. Como que todo el pasado político negativo hubiera quedado atrás expresado en ese símbolo del abrazo entre Perón y Balbín.

Pero la historia fue más cruel de lo que todos los que vivimos aquel entonces suponíamos. Es cierto que las viejas divisiones sucumbían ante una sociedad anhelante de paz, encuentro y democracia. Pero a su vez el partido ganador generaba internamente divisiones aún más dramáticas que las anteriores. Algún virus maligno, no del todo detectado, impidió que los progresos económicos y sociales de aquel entonces pudieran reforzarse en vez de que se revirtieran en lo contrario.

Para poder regresar al poder, el general Perón convocó en su apoyo a sectores contradictorios a los que una vez en la presidencia, no pudo, no supo o no tuvo tiempo de neutralizar. Y librados a la mera inercia de su accionar, en un momento donde en todo el mundo, muchos sectores de uno u otro lado invocaban a la violencia como factor positivo de cambio social, eso en la Argentina produjo una fórmula letal. En particular cuando a los pocos meses de su asunción falleció el hombre que desde 1945 fue el personaje central de la política argentina y en el cual una sociedad políticamente desesperada -tanto los que estaban a favor como los que estaban en contra de él- había depositado casi todas las expectativas de solución.

Fallecido Perón, lo heredó una presidenta de cartón como fuera su esposa Isabel, lo que ayudó a que el peronismo ampliase la división entre sus facciones violentas que mientras se exterminaban entre sí, se llevaron puesto al país. Basta con leer “No habrá más penas ni olvido” de Osvaldo Soriano para entender con un ejemplo más real que ficcional lo que fueron aquellos tiempos que hoy parecen de pesadilla, y en aquel entonces, para el ciudadano común, también.

La izquierda peronista, cada vez más sectaria sobre todo desde que Perón la rechazara como la sucesión que ellos esperaban ser, dejaron de lado toda política de movilización de masas y se apoyaron solo en la violencia guerrillera con la convicción enfermiza (basada en un marxismo mal digerido y en la ridícula convicción de que Argentina podía ser Cuba) de que la violencia era partera de la historia. Montoneros, en particular, ideologizó la violencia, la consideró un fin en sí mismo, como si fuera redentora. Y la practicó aislándose hasta de la parte del pueblo que decían representar. No sólo eso, además supusieron que antes de enfrentar al gobierno “enemigo” de Isabel pero peronista al fin, era mejor que los militares hicieran un golpe de estado, para luchar directamente contra ellos y hacer lo que Castro hizo con Batista. “Tanto peor mejor” aducían.

La otra facción peronista era básicamente la triple A creada por José López Rega, conformada por policías expulsados del cuerpo al ser considerados violentos incluso por los mismos militares que gobernaban antes de 1973. Los que, junto a grupúsculos de ideología fascista, terminarían conformando los “grupos de tarea” con que los militares del proceso llevaron a cabo las tareas más escalofriantes de la guerra sucia.

Todo increíble y delirante. Así como en 1973 la Argentina entera quería la democracia plena, en 1975/6 los sectores en pugna del gobierno democrático querían el golpe contra Isabel para poder pelear mejor entre ellos, mientras se mataban entre sí, todos al grito de “Viva Perón”. A su vez, los ciudadanos comunes (incluido gran parte de los peronistas) estaban ya hartos de ese caos generalizado y poca resistencia pondrían a un conato militar, al que suponían sería más o menos igual a los anteriores.

Las fuerzas armadas dejaron hacer mientras planificaban el momento apropiado para retomar al poder, que fue precisamente el 24 de marzo de 1976. A partir de ese día lo esencial que hicieron fue “institucionalizar” la violencia reinante y asumirla enteramente ellas, pero no para detenerla sino para profundizarla hasta sus últimos extremos aunque ya no en las calles de la república sino en las catacumbas de la dictadura. Un genocidio terrible se forjó en los sótanos del país mientras cubrían con una pátina de fingida normalidad el país visible. No se reorganizó la nación como decían, sino que se reorganizó la masacre. Cualquiera podía ser detenido-desaparecido, por razones políticas, por ajuste de cuentas o hasta porque su esposa fuera amante de un militar.

En 1973 se suponía que la Argentina de los desencuentros moría y nacía la del reencuentro. Pero en 1976 supimos que no nació nada sino que moría un país perfectible y lo reemplazaba el horror de una especie de apocalipsis terrenal del cual aún estamos viviendo sus efectos.

Muchos dicen que fue precisamente entre el rodrigazo de 1975 y el golpe de 1976 el tiempo en el que se “jodió la Argentina”, tanto la Argentina liberal de 1852/1880 como la de masas de 1916/ 1945. Ese gran país de clase media que entre todos construimos y que, aún con sus grandes imperfecciones, sobrevivió hasta que se iniciaron los fatídicos años 70, donde también retornaría la pobreza estructural que aún nos invade sin dejar de crecer.

El Apocalipsis surgió tras el rostro de unos criminales que después de que hicieron todo el mal posible se liquidaron políticamente a sí mismos con una guerra delirante cuyo fracaso estrepitoso permitió el renacer de la democracia, que ya lleva 40 años y si bien aún no pudo económicamente ni siquiera hacer retornar el país a los niveles anteriores a la década del 70, sí garantiza la vida y la libertad que los apocalípticos nos negaron.

Ahora de lo que se trata es de llegar a concretar, sobre todo, las dos grandes tareas insatisfechas en 1973 y 1983: la de una democracia que una a los argentinos en vez de dividirlos como se soñó el 25 de mayo de 1973 y la de una democracia con la que se pueda educar, comer y curar como se soñó el 10 de diciembre de 1983.

Para que esos sueños inconclusos, al realizarse, permitan apagar los fuegos aún refulgentes de ese 24 de marzo de 1976 cuando el infierno se instaló en la Argentina.

* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar

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