Alberto en el país de los transformistas

En un país donde casi todos los políticos son camaleónicos o borocotistas por oportunismo o conveniencia, Alberto lo es porque necesita agradar y ser querido.

Alberto en el país de los transformistas.
Alberto en el país de los transformistas.

“Sólo quería ser feliz, por eso se deformó hasta ese extremo. Uno no deja de preguntarse qué habría pasado si, desde el principio, hubiera tenido el valor de decir lo que pensaba y no fingirlo”. Frase final de la película “Zelig” de Woody Allen. Zelig, el personaje de Woody Allen, apodado el camaleón humano, tiene la necesidad imperiosa de agradar al que está enfrente suyo y para eso ha desarrollado una habilidad extraordinaria: la de transformarse en una copia literal del que tiene enfrente. Así como los camaleones o los borocotós en política lo hacen por conveniencia, Alberto Fernández lo hace -como Zelig- porque quiere que lo quieran.

Ser siempre el otro es la única manera que tiene Alberto de ser él mismo. No tiene nada adentro (o si tiene no es nada importante) salvo lo que incorpora desde afuera. Es una personalidad rara, nada común. La habilidad que tuvo Cristina es la de conocerlo antes mejor que todo el resto de la humanidad y elegirlo por ello. Sabía, siempre lo supo -por eso le perdonó su enorme traición- que nunca dejaría de ser lo que ella quería que fuera. Y no se equivocó en eso, salvo que esperaba que fuera más eficiente, pero no pudo trasladar la eficiencia que tuvo como jefe de gabinete a presidente, algo quedó en el camino.

Alberto con el presidente de España quiere ser más europeísta que él.

A Kicillof le da de hecho la dirección económica del país y lo obedece en el tema de las clases presenciales. Cuando piensan lo contrario, siempre se hace lo que quiere Kicillof.

Estando con Putin dice que el capitalismo está en la lona.

Incluso antes también era así, cuando se hizo enemigo de Cristina devino amigo del escritor y periodista Jorge Fernández Díaz, y éste se sorprendió de ver lo furiosamente anticristina que era; supuso que sabía desde adentro lo que los demás no conocían. No imaginó que era así no por Cristina sino para agradar a Fernández Díaz. Quería ser como Fernández Díaz, tal cual ahora quiere ser como Fernández Cristina. Es muy extraño. Quiere quedar bien imitando. Es algo más que mero oportunismo. Es un modo de ser. Una cualidad peculiar.

De tanto en tanto Horacio Verbitsky lo entrevista, aunque en realidad le toma un examen de kirchnerismo que Alberto contesta asustado y Verbitsky no le dice si aprobó. Si habla con Bachelet considera dictadura a Venezuela, si habla con Verbitsky la considera patria liberada en dificultades por culpas ajenas. Y luego explica por qué sus contradicciones no son tales.

A todos los que le tiene miedo o considera superiores, los imita y a los que considera inferiores los reta, también para quedar bien con los que considera superiores.

En términos de la teoría de Ernesto Laclau es un significante vacío, vale decir un significante sin significado. Cada significante tiene un significado. Pero un significante vacío tiene muchos significados, incluso contradictorios entre sí. Puede ser una cosa, varias cosas u otra cosa, o incluso ninguna cosa. Eso es Alberto.

Alberto y los otros

El transformismo de Perón era exactamente el contrario del de Alberto. Así como el actual presidente no tiene nada adentro suyo, el General lo tenía todo adentro y no lo cambiaba por el contacto con los otros, sino que aparentaba decir algo parecido a lo de ellos para seducirlos y hacerlos pensar como él. No se transformaba, los transformaba.

Alberto avanzó en el camaleonismo aún más que Menem y los Kirchner. Ellos se transformaron en lo que nunca habían sido (de caudillo nacionalista a neoliberal uno, de conservador feudal a progre populista, el otro). Transformaron sus ideas por necesidades políticas, pero no se transformaron ellos mismos como hace Alberto, cuya naturaleza es esa, la de siempre transformarse en otra cosa porque sino no es ninguna cosa. Alberto se transforma todos los días según con quien converse. Al carecer de toda idea propia ha hecho suya todas las ideas ajenas.

Menem y Kirchner siguieron siendo los mismos de antes aún habiendo cambiado todas sus ideas; no se transformaron con el poder sino que seguían su lógica, incluso camaleónica cuando era necesario, porque eran hombres del poder.

Cristina es una showman que se cree reencarnación superada de las grandes lideresas de la historia, desde Catalina la grande hasta Eva Perón, dice cosas peores que Alberto, como cuando sostuvo que el ISIS era un invento norteamericano, y lo dijo frente a Obama. O asegurar ante el mundo que redujo la pobreza a menos del 5%. Todo lo afirma sin sonrojarse pero como a toda reina de sangre azul se le toleran sus delirios. No es patética, es excéntrica.

Massa es tan o más camaleón que Alberto pero sigue siendo siempre él mismo. Nadie le reprocha demasiado la traición (excepto los traicionados y hasta por allí nomás porque nadie puede aducir desconocimiento de lo que siempre hizo, Stolbizer dixit) porque está en su naturaleza. Tampoco cambia. Es camaleónico pero nunca se transforma en otro, siempre es él mismo. Massa no se cree ninguna conversión de las infinitas que ha hecho en su trayectoria política, explica que eran necesarias pero él sigue siendo él mismo. Alberto, en cambio, se las cree todas, porque para seguir siendo él mismo siempre debe ser otro.

Alberto quiere agradar, es un significante vacío, se transforma en un clon incluso mejorado de lo que tiene enfrente, por eso incluso superando a Zelig que deviene meramente clon del que tiene enfrente, Alberto sobreactúa, nadie que le pide algo le pide tanto. Pero tampoco es que cambie algo porque nada tiene adentro. Y en caso de tener algo adentro, parece que quisiera ser un hombre como los que son sus amigos de antes, Losardo, Beliz, Vilma Ibarra, pero éstos ya deben estar un poco asustados por la veleta que es con ellos su amigo desde su cargo presidencial.

De entre esos amigos, Santiago Cafierito es quien más se le parece. Se transformó en un personaje villanesco para agradar a Cristina por instrucciones de Alberto. Quizá quiso ser un émulo de su abuelito Cafiero, el gran conciliador, pero terminó siendo un jefe de gabinete más malo que Aníbal o Capitanich. Aunque, haga lo que haga, no le sirve porque Cristina no lo soporta, ni siquiera asiste a sus exposiciones en el Senado donde ella es ama y señora. Lo desprecia siempre. Mucho más que a Alberto.

Cristina de Alberto no tiene grandes reproches ni por sus diferencias políticas y/o ideológicas, ni por las necesidades de éste de querer tener alguna identidad propia, eso no le importa, nunca le importó, porque sabía cómo era, o mejor dicho cómo no era. El problema que no sabía Cristina, ni sabía nadie, es que siendo un buen jefe de gabinete, quizá el mejor de la era K, su nivel de eficiencia fue allí el máximo y desde allí empieza a bajar, bajando enormemente tanto como la distancia que hay entre ser jefe de gabinete y ser presidente. Eso es lo que no soporta Cristina, su inmensa ineficiencia en la gestión. Como policía bueno que decía comunicarle las quejas al malo de Néstor para después traicionar al que confiaba en él, era buen operador pero ahora que debe ser el bueno y el malo a la vez (porque a Cafierito como el malo de la película no se lo cree nadie) le va horrible.

Alberto y Felipe Solá son el dúo dinámico de esta película. Se parecen en que son dos señorones con voz solemne que aparentan certezas de las que carecen y sapiencias inexistentes. Son tremendamente volubles, pero Felipillo lo es por timorato mientras que Alberto lo es por agradar al superior. Parecen profesorales y serios y distinguidos, hablan con voz de sabiondos, pero son dos pequeños seres perdidos en un mundo que no entienden y que no se preocupa por entenderlos a ellos. Y para colmo se han metido en el peor lío habido y por haber, en manejar la política internacional sin conocer nada de ella. Por eso se pelean con todos y se la pasan metiendo la pata todos los días.

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