Alberto contra Alberto

No es por politiquería que le recuerdan permanentemente lo que él mismo sostenía hasta hace poco. Es inevitable que ocurra. El rasgo de Alberto Fernández es ser la antítesis de sí mismo. Nadie puede pretender hacer y decir exactamente lo contrario a lo que sostenía hasta hace poco, sin que le reprochen transfuguismo.

Imagen ilustrativa.
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Alberto Fernández es el principal refutador de Alberto Fernández. La reforma judicial que impulsa confirma uno de los fenómenos más extraños de la política argentina. El mayor problema que tiene el presidente con lo que dice y hace, no son las críticas de la oposición ni el “fuego amigo” al que lo someten permanentemente desde el oficialismo. Su mayor problema es lo que él mismo ha dicho al respecto.

Resulta demoledor que un jurista de la talla de Roberto Gargarella explique que “no hay un momento más inimaginable que éste para pensar una reforma judicial” que podría conducir a la “impunidad”. En rigor, no hace falta que lo diga un constitucionalista con tanto prestigio. Está a la vista que lanzar en el peor momento de la pandemia semejante iniciativa con potencialidad de beneficiar a actuales miembros del poder político atiborrados de procesamientos por corrupción, no puede tener otro objetivo que el señalado por la peor de la sospechas. Aunque en el fuero federal la reforma resultase incuestionable, aumentar los miembros de la Corte Suprema puede equivaler a colocar un gatillo de impunidad en la máxima instancia del Poder Judicial. Lo explicaba con elocuencia el abogado que hoy ocupa el Sillón de Rivadavia.

Lo más demoledor para la reforma judicial de Alberto Fernández es lo que dijo Alberto Fernández en el 2016. Sobre la ampliación de la Corte que ahora busca justificar, aquel Alberto Fernández sostenía que “está mal” porque intentaría poner “jueces adictos”. Defendía con firmeza su posición contraria a la de Eugenio Zaffaroni: “tiene cinco miembros y debe tener cinco miembros”, lo otro “es una fantasía”. Si aún estuviera vigente el Alberto del 2016, refutaría la idea de “dividir la Corte en salas” explicando que es contraria a “la lógica constitucional”.

Más devastador que las críticas de la oposición, son las explicaciones que Alberto Fernández ha dado contra lo que ahora está impulsando Alberto Fernández. Un fenómeno que no se da sólo con la reforma judicial. Respecto a lo que está diciendo del pacto con Irán, ocurre lo mismo: la posición más lapidaria es la que sostuvo Alberto Fernández hasta que se reconcilió con Cristina Kirchner. Pasó de considerarlo un delito y a Cristina una encubridora, a considerarlo un instrumento válido para destrabar la investigación del caso AMIA.

No es por politiquería que le recuerdan permanentemente lo que él mismo sostenía hasta hace poco. Es inevitable que ocurra. El rasgo del mandatario es ser la antítesis de sí mismo. Nadie puede pretender hacer y decir exactamente lo contrario a lo que sostenía hasta hace poco, sin que le reprochen transfuguismo.

Refutarse a sí mismo desde un pasado reciente es su señal de identidad presidencial. Y la señal de identidad del oficialismo también tiene una insólita particularidad: se puede atacar y humillar al presidente, sin que haya ni una sola persona que se atreva a defenderlo.

Muchas voces kirchneristas salieron a defender a Mario Ishii, contrastando con la soledad de Alberto cada vez que lo atacan desde la trinchera propia. Si un intendente dice que “encubre a los que venden falopa en las ambulancias” tiene muchos defensores, pero si el presidente avala una denuncia de autoritarismo en Venezuela, tiene que defenderse sólo de la descalificación humillante que le propina Víctor Hugo Morales. No hay nadie en el kirchnerismo que sostenga lo que sostiene Michel Bachelet y las principales organizaciones internacionales de Derechos Humanos. Pero sobran los que dicen que “falopa quiere decir medicamentos”, como afirma el intendente de José C. Paz.

A Felipe Solá pueden acusarlo de “asesino” sin que alguien lo defienda en el coro que defiende a Nicolás Maduro cuando un informe de ONU muestra explotación cuasi-esclavista de mineros, indígenas y niños en la Cuenca del Orinoco. “Asesinos” son los funcionarios actuales que estaban en el gobierno de Duhalde cuando la policía asesinó a Kosteki y Santillán, pero no el régimen que dejó casi 200 muertos reprimiendo protestas en Venezuela.

Este no es un rasgo periférico, sino una señal de identidad del oficialismo. El presidente reacciona con ira ante la crítica externa, pero soporta con mansedumbre los ataques provenientes del oficialismo.

Como en el síndrome disociativo de personalidad que describió Stevenson a través de Jekyll y Hyde, el presidente es el reverso de sí mismo, su propia antítesis. Para el kirchnerismo, el Alberto “mister Hyde” es el que denunciaba el pacto con Irán y defendía la Corte de cinco miembros. Pero para la oposición, la prensa crítica y los cientos de miles que lo votaron a pesar de Cristina, el reverso espantoso del razonable Dr. Jekyll es el que ahora se refuta a sí mismo.

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