Alas para los cañones

San Martín quería que los cañones pudieran salvar los ríos y los barrancos. “Quiere alas para los cañones, pues las tendrán -dijo Fray Luis Beltrán- y fabricó unos puentes colgantes e inventó unos aparejos portátiles de cabéstrales y cables que después se usaron con buena fortuna”.

Haciendo honor al mes sanmartiniano, proponemos un viaje a la Mendoza que fue testigo de la máxima gesta americana.
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Durante los dos años de preparación del Ejército de los Andes, muchos hombres trabajaron a la par del general San Martín.

Entre ellos podemos destacar el médico francés Diego Paroissien o al mayor tucumano José Antonio Álvarez Condarco.

Este último se encargaba de elaborar pólvora, mientras que la mayoría de los materiales bélicos fueron preparados bajo las órdenes de fray Luis Beltrán.

Este sacerdote cuyano de padre francés dejó “su hábito franciscano -nos cuenta su biógrafo Rimondi- para forjar las armas del Ejército de los Andes. En medio del ruido de los martillos que golpeaban los yunques y de las limas y sierras que chirriaban; dirigiendo centenas de hombres, a cada uno de los cuales enseñaba el oficio, a gritos para hacerse oír en medio del estruendo del taller, mientras su voz se iba apagando en el continuo esfuerzo cotidiano y así fue como quedó ronco para el resto de sus días”.

Por su parte, Ricardo Rojas lo rescata en “El Santo de la Espada”, explicando que con las campanas de las iglesias “fundió cañones y balas; con los cuernos de las reses hizo chifles, ya que no había cantimploras; manufacturó cureñas, mochilas, tamangos, monturas, bayonetas, sables.

En su taller oyó durante meses resonar día y noche el martillo y la sierra a la luz de las fraguas.

San Martín quería que los cañones pudieran salvar los ríos y barrancos.

‘Quiere alas para los cañones, pues las tendrán’ —dijo fray Luis— y fabricó unos puentes colgantes e inventó unos aparejos portátiles de cabéstrales y cables, que después se usaron con buena fortuna”.

Este verdadero ejemplo ciudadano, acompañó a San Martín hasta Lima y, cuando don José Francisco se fue, siguió luchando bajo órdenes de Bolívar.

Lamentablemente, el venezolano lo explotó y maltrató a diario, costumbre habitual en él por la que muchos historiadores socavan su figura.

Llegó a amenazar con fusilar al brillante sacerdote.

Afectado enormemente Beltrán intentó suicidarse, encerrado en su casa y expuesto conscientemente a una combustión que generaba gases tóxicos.

Fue rescatado a tiempo por unos vecinos, pero deambuló delirante durante días por las calles.

Gracias al apoyo de una familia amiga logró recuperarse.

Hacia 1825 estaba en Buenos Aires cuando se declaró la guerra con Brasil, sin dudarlo se incorporó a las tropas nacionales y llegó a participar en la batalla de Ituzaingó.

Agotado regresó a la capital porteña donde murió a los cuarenta y tres años, el 8 de diciembre de 1827.

Hoy su recuerdo se desdibuja inmerecidamente, parece perderse en la montaña a la que supo vencer colocando alas a los cañones.

De nosotros depende que eso no suceda.

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