En una suerte de metáfora escrita con el trazo grueso con que se escribe la historia en estos días, en los que las sutilezas de la realidad terminan empañadas por el blanco y negro de la caricatura, la única forma de percibir lo que ocurre con el tratamiento de la reforma previsional es con dos pantallas simultáneas.
En una de esas pantallas hay que mirar lo que ocurrió dentro de la Cámara de Diputados, donde, con discursos y posiciones muy divergentes, los legisladores se sentaron en sus bancas para tratar el proyecto que votó el Senado.
La calidad de los discursos, enredados en chicanas e interrumpidos por cuestiones de privilegio y pedidos de apartamiento del temario, no alcanzó para entusiasmarse mucho, pero contrastó con lo que sucedió a treinta metros de allí, lo que se puede ver en la otra pantalla.
Desde antes de que comenzara la sesión, el enorme solar ocupado por la Plaza de los Dos Congresos se transformó en la pista de un colosal circo romano, donde miles de manifestantes -buena parte de ellos hombres con bermudas, mochilas y rostros tapados y armados con piedras, hondas y palos- se enfrentaron con centenares de policías protegidos con escudos, cascos y corazas en piernas, brazos y pies.
En esa pantalla, durante largos minutos de la transmisión televisiva apareció el cielo prácticamente nublado por piedras que tiran los manifestantes de grupos identificados con pancartas de sindicatos como la UOM o de partidos de izquierda como el PTS, el PO o el MST. Esa imagen delirante, que muestra a miles de personas corriendo en oleadas durante minutos que se hacen horas tomadas desde cámaras montadas en helicópteros y drones, es la que menos quiere ver la gran mayoría de los argentinos. Sin embargo, es la que reaparece, una y otra vez, uno y otro año, como una condena.