Representaciones literarias de la Ciudad de Mendoza - 2° Parte

A pesar de los cambios experimentados a lo largo de los siglos, en la estructura urbana persiste ese elemento esencial que nos remonta a la época prehispánica y nos permite asomarnos al misterio de sus primeros pobladores a través de la literatura.

La ciudad de Mendoza y su cultura del agua son asuntos de la literatura local.
La ciudad de Mendoza y su cultura del agua son asuntos de la literatura local.

“Está cantando la acequia no sé qué canto olvidado. ¿Qué canto cantará el agua que pasa como llorando?... La pena mía se escapa por entre piedras saltando. El agua lleva rumor de canto que hemos soñado”. Vicente Nacarato. ”Rumor de acequia” (1934)

Mendoza, ciudad surcada por acequias y canales… Esa es la imagen augural que nos brindan los textos escritos en el período hispánico o colonial y que –de un modo quizás tangencial, por ser lugar de paso- se refieren a Mendoza, tal como vimos en la nota anterior.

Y a pesar de los cambios experimentados a lo largo de los siglos, en la estructura urbana persiste ese elemento esencial que nos remonta a la época prehispánica y nos permite asomarnos al misterio de sus primeros pobladores. Esto constituye indudablemente un rasgo singularizador, ya que, como señala Alain Musset, “El caso de Mendoza aparece como excepcional, ya que aunque técnicas similares pudieron aplicarse en otras civilizaciones […] solamente las acequias cavadas inicialmente por los huarpes, luego mantenidas y reorganizadas por los conquistadores ibéricos, siguen funcionando y cumpliendo sus funciones de abastecimiento, de riego y de drenaje en la ciudad contemporánea” (2006).

Esta cultura del agua, retratada, entre otros, por Jorge Ricardo Ponte en De los caciques del agua a la Mendoza de las acequias. Cinco siglos de historia de acequias, zanjones y molinos (2006), no es solo un aspecto folclórico o un dato del que da cuenta la historia, sino que es la base de un sistema productivo aún vigente, de allí su perdurabilidad económica y simbólica que también deja su impronta en la literatura.

Como bien señala Ponte, son las acequias las que más connotan la urbanidad mendocina. Todos los barrios y las casas que aquí se edifican se urbanizan con acequias y se planta un árbol enfrente: “[…] presiento que más allá del cliché de las ‘acequias cantarinas y rumorosas’ hay algo más, que no se manifiesta en el discurso pero que está en el imaginario social de los mendocinos, una señal que nos remite a nuestro origen agrario, a nuestra vulnerabilidad como oasis”, nos dirá Ponte (2006).

Como elemento constitutivo de nuestra identidad regional, es notoria su presencia en aquellos autores que –dentro de la denominada por Arturo Roig “Generación del 25″- se preocupan precisamente por plasmar en sus obras una “voluntad de región”, que hace tanto al paisaje natural como al ambiente humano de la zona. Entonces, no es extraño que en sus páginas aparezca toda una constelación de temas relacionado con el mundo del agua y su distribución por medio del riego artificial.

Así por ejemplo, en las colecciones de relatos del tucumano afincado en Mendoza, Fausto Burgos (1888-1953) publicadas alrededor de la fecha propuesta por Roig (Cuesta arriba – 1918; Cara de Tigre – 1928 y Nahuel – 1929) encontramos algunos textos interesantes desde este punto de vista. Por ejemplo, en “La conquista pacífica” (1918), se detalla ese papel fundamental que el agua desempeña en la urbanización mendocina, como compañía permanente: “La vivienda humilde de Antonio, está a la vera de una acequia bulliciosa, sonora y en cuyos bordes crece lozana la odorífica menta. Es una casuca alegre, tiene la alegría de los chiquillos”.

En otro texto de la misma colección, “Una acequia”, se expresa la relación entrañable que el hombre de campo entabla con este recurso insustituible para la vida: “—Esta cequia, es mi acequia—dice Abel, —pues ella cruza por casa, riega mis viñedos, mis alfalfares, abreva a mis ganados y es constante como el día, buena como el sol. Juan, Luis, María, Dolores, todos, afirman que esta acequia, una de las tantas acequias apacibles, les pertenece, porque tráeles sin descanso, su pequeño caudal de aguas bermejas” (1918).

También se perfila en las páginas de Burgos todo un universo de oficios relacionados, como “Un regador”, presentado con una mirada no exenta de cierta conmiseración por lo duro de las faenas agrícolas: “[…] Regador… -decía Juan para sus adentros- ¿qué gana un regador?... El contratista lo tiene de aquí para allá… a veces le toca de noche el turno de agua y hay que regar muchos cuarteles. El regador tiene que estarse alerta… y después… andar siempre con los pantalones a la rodilla y las alpargatas llenas de barro” (1928).

También la poesía mendocina ha cantado a esta realidad comarcana y baste como ejemplo el poema de Vicente Nacarato citado en el epígrafe. En cuanto al Canal Zanjón, adquiere una significación simbólica muy importante en la novela Dios era olvido de Armando Tejada Gómez, en tanto exhibe un doble valor: remontar su cauce (“buscar el origen del agua”) significa la búsqueda de la identidad, pero también, a través de sus puentes, permite articular el centro y la periferia, en pos de un ascenso social que logra al protagonista dela novela (alter ego del autor) a fuerza de empeño por cultivarse por medio de la lectura y los viajes que ensanchan su mundo.

Por su parte, Draghi Lucero tiende una mirada humorística sobre los “perjuicios” que pueden ocasionar estos cursos de agua entretejidos con la vida suburbana: en el cuento titulado “El mate de las Contreras” de Cuentos mendocinos (1964). La narrativa breve de nuestro autor, a partir de un centro común de interés por lo regional, asume dos direcciones principales: la recreación de motivos tradicionales, folclóricos y la pintura de la vida mendocina en un amplio registro de matices y situaciones. Precisamente, esta colección se inscribe en esta segunda línea y este matiz “costumbrista” más que el cultivo de una modalidad literaria de larga tradición en la literatura universal, significa prestar atención al detalle caracterizador, pintoresco o, en este caso, risueño: “Las tres hermanas Contreras vivían en un ranchito de adobón y quincha […] Entrábase en la vivienda por un cimbrante varillón de álamo, oficiante del puente por encima del acequión que corría frene a la casa”. La picardía de las muchachas consistía en atraer con sus encantos a los “curaos” que pasaban por allí y que –atraídos por la promesa de sus encantos- encaraban la difícil travesía sobre el improvisado puente… con el resultado previsible: “El primer paso ¡bien! Si parecía que volaba sobre el agua. Afirmarse: dar el segundo paso, ya con cimbrón comprometedor […] las piernas que tiemblan, la corriente que marea, la orilla que se aleja, el mundo que da vueltas, el cuerpo que se traba, la cabeza que desvaría y ¡cataplum! curao que se va al agua…”.

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