La Mendoza de José Baidal - 3° Parte

En la obra “Cuentos de la Mendoza marginal” de este autor (1997) se instala un nuevo tipo de “marginalidad” que podríamos denominar “histórica”.

El secano lavallino (en la foto el paraje de Asunción) ha sido materia creativa para la colección de cuentos de José Baidal.
El secano lavallino (en la foto el paraje de Asunción) ha sido materia creativa para la colección de cuentos de José Baidal.

Al comenzar a leer la obra de José Baidal -concretamente, su colección de cuentos- advertimos la necesidad de ampliar el concepto de “lo marginal” a que alude el título: en esa Mendoza “de las orillas”, de los extremos geográficos en este caso representados por el territorio de infancia ya descrito en la novela Arenas negras (1990) y el secano lavallino, presentado en varios pasajes de Cuentos de la Mendoza marginal (1997) se instala un nuevo tipo de “marginalidad” que podríamos denominar “histórica”.

De allí la importancia que el narrador concede a los protagonistas de la “historia menuda” de Mendoza, marginales al relato oficial, protagonistas de sucesos más o menos legendarios, que la tradición oral ha conservado, como por ejemplo, la Martina Chapanay y su compañero, Cruz Cuero. Este material, junto con algunas anécdotas, como la narración del amor de un niño por su caballo, que recuerda a “El potrillo roano” de Benito Lynch, o la recreación de un barrio auténticamente “marginal” en la época de ambientación de los relatos, esa Media Luna de Guaymallén, que tan admirablemente recreara Armando Tejada Gómez en su novela Dios era olvido, componen la heterogénea riqueza de este volumen.

El primero en aparecer es el “mundo huarpe”: “Si alguien escuchó hablar del país de los arenales, debe creer. Existe. Se trata de un viejo mundo” (1997, p. 9). Luego de tender una mirada abarcativa sobre la zona, de hacer la descripción de “Los Altos Limpios” en la que es confesa la relación con Juan Draghi Lucero (cf. p. 12), el narrador enumera con prolijidad los puestos o comunidades que va encontrando a su paso.

Porque la suya es la mirada del viajero que se interna en un mundo nuevo y distinto y aspira a presentarlo en todos sus detalles: desde la referencia al poblamiento prehispánico, hasta la exhaustiva reseña de la flora (en la que se enuncian las propiedades terapéuticas o, en general, su utilidad para la vida humana): “Me interné en el bosque de centenarios algarrobos, acompañados del erecto chañar, centinela verde limón que provee la ciruela del desierto; de jume, la ceniza con carbonato de sodio para elaborar lejía y preparar aceitunas; de la sampa, leña delgada y también agua de lavandería; de la jarilla, tisana contra la fiebre; de la chilca, balsámica para las personas […]” (1997, p. 10).

Abundan las referencias al clima, en particular al sol despiadado que reseca la tierra y la piel; al fascinante cielo estrellado que ofrecen las noches del desierto; a los remolinos del Zonda (auténtico “chasque indiano”, como lo denomina Draghi Lucero) que oculta y descubre el “melonar” formado por los cráneos de los antiguos huarpes muertos y sepultados en la arena…

En cuanto a los habitantes de los lejanos puestos, se mencionan sus costumbres, sus artesanías, especialmente la del tejido; sus prácticas gastronómicas… y su dolor y pobreza: “Mundo de seres que no conocen la risa. Ni el llanto. Reducto indígena acosado por la civilización […]”. La afirmación del narrador es tajante: “La miseria es su hábitat” (1997, p. 9) y refiere (en dos relatos diferentes) la anécdota del niño que agoniza sin recibir ningún tipo de asistencia”, en una suerte de resignado fatalismo por parte de los mayores: “Ansina son lah cosah” (1997, p. 11).

En cuanto a Villa Atuel, el otro polo geográfico que brinda sustento a esta colección, se corresponde con la parábola vital del narrador: “El Atuel, ese río que nace en mi infancia y terminará en mi vejez, en ese paisaje que se torna de oro y de fuego en el otoño” (1997, p. 45) y permite insertar referencias a hechos destacados de la historia lugareña, como la erupción del volcán Descabezado que -en 1932- envolvió todo el pueblo: “Aquel 10 de abril, a las 13, fue. El fuego, visible desde lejos, iluminó el día. Después empezó a caer la lluvia seca. Al principio, arena; enseguida, ceniza blanca. La blancura tapó el sol y todo se volvió negro. Pulverización de piedra pómez, volátil, impalpable […]” (1997, p. 67).

Pero, de la misma manera que en la novela Arenas negras, centrada en el terremoto que afectó la zona sur en 1929, Villa Atuel es un pueblo capaz de reconstruirse y renacer, a favor del impulso de sus pobladores, inmigrantes en su mayoría; del mismo modo que en el texto novelístico, el narrador abarca con su mirada el pasado de una niñez agreste y el presente de quien debe habituarse (aunque a su pesar) a los cambios: “Era el nuevo Villa Atuel, surgido del terremto que lo destruyó […]. Ir a comprar mercaderías. Antes al almacén del turco. Ahora, al autoservicio” (1997, p. 76).

El tercer ámbito geográfico que presentan estas páginas, en particular los relatos titulados “Cuchilleros” y “Yo también fui cuchillero”, es el ambiente social de avería que sugieren los títulos, en relación con la situación política del momento (década del 20): “Se venía la era del gaucho Lencinas en los tiempos en que en que todavía ningún gobierno quería al pobrerío. Para ir de un lado a otro de Guaymallén, había que dar el santo y la seña en los puestos de avanzada de los correligionarios de avería, si no, finado” (1997, p. 5).

Ese centro neurálgico aludido contiene sus sitios emblemáticos, que el narrador describe en consonancia con la pintura de Tejada Gómez en su novela: “Todavía en mis tiempos la Calle Larga -que saliendo de la Plaza Mayor de la ciudad, pasaba por la Media Luna, seguía hasta Rodeo del Medio y Los Corralitos para perderse en el desierto […] era […] un barrial con huellas hondas […] En una esquina de la Calle Larga estaba el tugurio donde se jugaba a los naipes, a los dados y a lo que viniera –con minaje para piropear un buen rato- aguantadero de maulas y rateros, curdas y cuchilleros […]” (1997, p. 56).

También se advierte en Baidal, del mismo modo que Juan Isidro Maza en su Toponimia, tradiciones y leyendas mendocinas (1979), la preocupación por explicar la razón de las denominaciones de las diversos parajes por él presentados; así, “La Media Luna era justo donde el canal del Goimalle pegaba un viraje tomando forma de luna filosa” (1997, p. 56) o El Infiernillo, “paraje […] iluminado como el infierno con las llamas de los hornos de ladrillo, de vasijas y de botijones que se hacían allí” (1997, p. 57).

En consonancia con las voces de otros mendocinos ilustres, dedicados a salvar del olvido las reliquias de un pasado que se nos escapa irremisiblemente, la narrativa de Baidal cimenta su mérito, además de la intención de rescate, en una prosa enérgica, sencilla y eficaz, no exenta de hallazgos estilísticos, en la invención de anécdotas que complementan las verdades históricas por él presentadas y en la aptitud para la creación de personajes inolvidables.

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