El zorro filántropo

El ilustrador y artista visual Gabriel Fernández nos arrima uno de sus cuentos para compartir con nuestros lectores.

"El zorro filántropo", cuento e ilustración de Gabriel Fernández.
"El zorro filántropo", cuento e ilustración de Gabriel Fernández.

Salí a la puerta del taller a encender un cigarrillo, para no estorbar al Tola que estaba terminando de cambiar el embrague de un viejo Peugeot 504 que yo tenía. En la puerta estaba Don Bellucci.

Mira pibe, dijo; mientras señalaba con el mentón la vereda contraria en donde una vieja vecina del taller, un tanto encorvada, para mayores datos, salía para colgar unas bolsas en el cestito de la basura al costado de la acequia; igualmente lo que señalaba el “Jote”, así le decían los amigos a Don Bellucci, no era la señora sino un perro que estaba agazapado en el jardín de al lado, acechando como era claro el botín de la basura de la vieja, esperando impaciente su oportunidad.

Al entrar la señora a la casa, el perro se acercó y con habilidad y rapidez descolgó la bolsa del cesto y desapareció doblando por la esquina.

Entonces Don Bellucci hizo un gesto como si dijese: ¡viste!, pero sin palabras. De un tincazo tiró la colilla que cruzo en el aire la vereda y fue a dar a la acequia. Acto seguido se metió nuevamente al taller.

Hay que decir que “El Jote” Bellucci se había salvado de milagro. Ahora andaba bien pero casi casi, se pasa para el otro lado. Cuando lo operaron nadie daba ni cinco por él. Entre las entradas y salidas de terapia intensiva, se paso como 2 meses en el limbo. Y después volvió. Sanito. Contando que era cierto eso de la luz al final del túnel, qué se siente al estar fuera del cuerpo y comó se ve el mundo desde arriba y unas cuantas cosas más.

Toda su vida había trabajado en vialidad nacional. Esto hizo que anduviese muchos kilómetros, que conociera mucha gente y diferentes lugares de la geografía de la región. Estaba jubilado y hacia tiempo ya que se la pasaba al pedo, disfrutando de la compañía de los amigos del taller mecánico y sobre todo, de andar en la calle. Sabía que la casa era para ir a comer, o a lo sumo tomarse unos amargos con la vieja. Pero nada más. Quedarse a esperar la visita de los hijos o pasar más tiempo con la señora era, a su modesto entender, deteriorar su exquisita relación… El Jote la sabía lunga.

En el taller del Tola lo querían de verdad, por sus muchas gentilezas y porque era un amigo de fierro, aunque ya les tenia fritos los huevos con sus historias y no le pasaban mas bola. Por eso él se entretenía cebándoles unos mates mientras los demás trabajaban, o bien buscaba en la radio comentaristas políticos, lo hacía a propósito, para favorecer el quilombo. Bueno, eso hasta que venía alguien nuevo al yerta, nuevo o más joven. Entonces salía contando sus cosas; y siempre buscaba que rematasen en una moraleja. Para que los otros no dijesen que hablaba por hablar.

Pero no todas las cosas que contaba eran huevadas.

Ese perro, el de recién, me hizo acordar a un bichito muy temerario que conocimos una vez, empezó Don Belucci y la dejó picando, mientras se cebaba un mate a sí mismo. Cosa de crear el clima para la historia.

Después de Uspallata, continuó el Jote, la cosa se pone fría, si toca hacer noche en algún puesto es mejor llevar abrigo.

Además de las herramientas, nosotros siempre andábamos con varias mantas con las que envolvíamos el rifle y los cartuchos, y una parrillita por las dudas; todo atrás, en la caja de la camioneta; por la leña no nos hacíamos problemas, porque siempre encontrábamos por ahí, cuestión de recolectar.

En ese entonces viajábamos seguidito para arriba, a rellenar una cisterna, o a continuar con el techo de un refugio al que, por las inclemencias del tiempo, demorábamos en terminar.

Por esa zona son muy comunes los zorros grises, por eso no nos llamó tanto la atención verlo aparecer. Daba la impresión de que iba solo, pero es difícil saber, porque cuando andan de a varios es igual; si se encuentran con gente, el grupo se detiene y uno de ellos, que hace las veces de vigía, se separa y busca una loma en donde apreciar mejor el asunto; al rato vuelve y se junta con los demás. Entonces pareciera que charlan entre ellos; sin acercarse, vigilando… charlan de uno, estoy seguro, de su aspecto y de lo que hace. Para ver, si en una de esas remotas casualidades, vale uno la pena o si es como la mayoría.

Bueno, este era muy chiquito, sin embargo no se asustaba con facilidad,… y eso es raro, te digo, porque son desconfiados.

Esa vez parecía estar buscando una madriguera entre la jarilla. Nosotros no dimos importancia pero el Buje le saco la ficha enseguida, como tenía las patas blancas, dijo que usaba escarpines; fue un chiste, de esos que se hacen para matar el tiempo y volver más amena la faena. Pero el caso es que esa boludez se nos quedo grabada.

Así es que cuando lo volvimos a ver ya podíamos identificarlo.

Era cuestión de que dejáramos la camioneta estacionada e hiciésemos algún tramo a pie para que saliera de entre los matorrales, a cierta distancia, como si nos siguiera. Siempre que nos quedábamos de noche en el refugio para continuar la tarea al otro día; justo antes del desayuno cuando salíamos a buscar agua en el arroyito, aparecía. Entonces ligaba un bocado, un mendrugo de pan o a veces fideos que habían sobrado de la cena.

Así pasó todo el verano. Nos acostumbramos a él y el a nosotros. Tanto, que un día en que bajamos a la proveeduría a comprar algo de carne y pan para el almuerzo, al gordo Zapir se le ocurrió llevar unos huesitos; para “Escarpines”, dijo, porque se había aquerenciado del animal. Y si no era eso, le tiraba un mendrugo de pan, que siempre tenía; no sé si sería una manía que le quedó de pibe al gordo, por la crianza de orfanato eso de guardarse siempre un pedazo de pan en el bolsillo.

Así se fue ganando su confianza. Bocado a bocado, Hasta acercarse a tan solo un par de metros.

Bueno, nosotros ya casi habíamos terminado con el techo del refugio, pero ya había comenzado el otoño y como dije se pone frio allá arriba. Y esa vez, más todavía, porque nos pescó un temporal, de esos bravos, hubo un desprendimiento de nieve y quedamos varados ahí, con el paso cerrado. Para colmo de males, se nos rompió la camioneta; así que estábamos sin poder hacer nada, esperando que mermara el temporal y dejara que llegasen los repuestos y los víveres o nos viniesen a buscar. La cosa duro cerca de un mes, por suerte abrigo teníamos pero la comida empezó a escasear y nos mirábamos las caras mientras calentábamos agua para los mates porque yerba era lo único que teníamos de sobra.

Entonces racionamos el arroz y los fideos del refugio, por eso nos alcanzó. Pero lo que se extrañaba de verdad era la carne. ¡Soñábamos con la carne!. Cuando comíamos el arroz el Buje decía: ¡con una salchichita criolla andaríamos bárbaro!

Hacia bastante que escarpines no aparecía, era como si supiese que no teníamos un carajo para convidarle.

Un día a la mañana el Buje y el Gordo salieron a buscar unos palitos para quemar y se llevaron el rifle por las dudas, el Gordo había dicho que entre los arbustos creía haber visto una vizcachera. Pero no la encontraron. Lo que si vieron fue a una liebre parda, bastante grande. La siguieron como un kilómetro, tratando de no meter bulla, hasta que el bicho se apioló que la perseguían y se hizo humo cagada de risa. Los muchachos volvieron entonces con las manos vacías, bueno, con un par de ramas, pero ni vizcacha ni conejo. ¡Es que de cazadores tenían lo que el Tola de galán de cine!

Cuando estos dos bajaban por la pendiente rumbo al refugio echándose la culpa, entre si, de haber espantado al animal, apareció Escarpines por el otro costado. Yo lo vi todo porque justo había salido a lavar una ollita con arena nomas para sacarle los restos de la cena.

Mirá quien volvió, dijo el Buje, mientras el Gordo, que ya lo había visto, rebuscaba algo en el bolsillo.

Ahí nomás le tiró un cacho de pan duro que cayó entre las piedras a la vez que hacia un sonido con la lengua entre los dientes como siempre que lo llamaba.

Escarpines dudó, tardo un poco en arrimarse, pero se acercó, y ni bien se puso a tiro; el gordo le zampó flor de escopetazo!

Así fue que en el almuerzo terminamos comiendo, lo que el Buje llamó: “arroz con escarpines”

Tenían razón los otros zorros. Todos somos iguales.

El gordo Zapir no era especial ni yo tampoco. Y el Buje, ni que hablar. La misma cosa que el resto. Ni mas piola ni mejor.

Así te lo digo pibe: mejor no confiar!

Al salir del taller ya con el auto “arreglado”, encaré, muy despacito, tratando de acostumbrarme al nuevo embrague, y doble en la esquina para tomar por Renato Della Santa hasta lo de mis viejos, porque hacía rato que no sabía nada de ellos, y entonces lo vi, al perro del comienzo, compartiendo el botín, con un socio más chico. Entre el quilombo que estaban dejando, de toda esa basura esparcida por el puente, me pareció identificar un par de cajitas de veneno para ratas y entonces pensé en que no todas las cosas que contaba el Jote eran huevadas.

Anda a saber si la vieja ya estaba cansada de que le esparcieran la basura por la vereda y hubiese decidido “condimentar” un poco el botín.

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