El Camino del Inca - Por Marta Castellino

La autora analiza el libro “El Camino del Inca y otros relatos mendocinos”, de Alejandro Mathus Hoyos.

Puente del Inca, que se encuentra en legendario camino precolombino. (Cámara de Turismo Mendoza)
Puente del Inca, que se encuentra en legendario camino precolombino. (Cámara de Turismo Mendoza)

Muchas veces me he preguntado cómo nació el primer camino. ¿Fue acaso la humilde senda que unió la caravana a la fuente cristalina, o habrá sido raro ventanal que la humana curiosidad abrió hacia un nuevo horizonte? [...] siempre un camino será un símbolo de optimismo, cuando no de esperanza y amor”.

Alejandro Mathus Hoyos. “El Camino del Inca y otros relatos mendocinos” (1927).

El Qhapaq ñan o Inka ñan (Camino del Inca) fue la columna vertebral y principal elemento de la dominación incaica: por allí circulaban los chasquis o mensajeros conectando las diferentes regiones del Tahuantinsuyu. Nuestras tierras pertenecían a la provincia sur, el Collasuyu y las evidencias arqueológicas de tal dependencia pueden observarse aún hoy en alta montaña: “desde el altiplano peruano-boliviano, el Camino del Inca desciende por el lado chileno y penetra en el Corredor Andino por los valles de la precordillera. El camino llega hasta el Río Mendoza y continúa bordeándolo hacia los pasos de la cordillera” (El Portal de Mendoza). Incluso, recientes descubrimientos realizados en la zona de la Laguna del Diamante, en el Valle de Uco, permiten conjeturar la extensión de la dominación incaica hasta esa zona.

El descubrimiento de lo que en este caso sería un observatorio astronómico o de un sitio sagrado constituye un hecho de capital importancia. Como se lee en nota aparecida en Unidiversidad, se trata de más de veinte estructuras arquitectónicas de baja altura hechas de piedra que conforman caminos, muros, recintos y espacios construidos en forma geométrica. En todos los casos, las piezas coindicen con el modo de construcción aplicado por el Imperio Inca a la hora de establecer espacios sagrados y específicos a lo largo del Qhapaq Ñan (Camino de los Justos en quechua). “Por eso, hasta el momento, todo indica que este sector ubicado en territorio mendocino fue hace más de cinco siglos, un centro de peregrinación y observación astronómica; es pues el hallazgo de esta índole ubicado en la zona más meridional del Imperio” (elcucodigital). De la misma manera, han vuelto a cobrar relieve las actividades implementadas desde el Gobierno de Mendoza y la Dirección de Patrimonio para la puesta en valor y conservación de este este auténtico patrimonio cultural de la humanidad, tal como fuera declarado por la Unesco.

Todo ello trae a la memoria un libro publicado en 1927 por Alejandro Mathus Hoyos, titulado, precisamente, “El Camino del Inca y otros relatos mendocinos”. El autor había nacido en Mendoza en 1902 y falleció en la misma ciudad en 1952. Fue narrador, político e intendente de Guaymallén durante la gobernación de Carlos Washington Lencinas. Publicó artículos referidos a poetas, políticos, artistas y músicos de Mendoza, que aparecieron en el diario Los Andes a partir de 1927.

En cuanto al libro mencionado, se trata de un conjunto de textos difícilmente clasificables desde lo genérico, ya que oscilan entre el relato autobiográfico, el cuento, la anécdota y hasta el “Capítulo de una novela trunca”, tal como se denomina uno de los apartados. Ciertamente, predominan los escritos en primera persona, como el que da título al volumen, y es el que nos interesa especialmente, pues nos ubica en lo que será el escenario privilegiado de todos los demás: la zona de Uspallata, de cuyo nombre se nos brinda una explicación etimológica: “Us significaba, traduciendo las voces aborígenes, paso y pallata, querido, preferido. En consecuencia, Uspallata era el ‘paso preferido’” (p. 8).

Y en efecto, así parece serlo al menos para el narrador, cuyos ojos contemplan extasiados “como en la pantalla de un cinematógrafo, los verdes alfalfares de la Estancia, los bien cuidados potreros de San Alberto” (p. 8) y Los Tambillos, señalados por “la copa airosa de un álamo que a la distancia perecía una verdinegra pincelada sobre el rojizo fondo de la montaña” (p. 9). Y cerca de allí, en las proximidades de un arroyo, “unas pircas, indiscutiblemente ruinas incásicas” (p. 9) que disparan la imaginación y la proyectan hacia atrás, en insospechado vuelo de siglos, a un tiempo en el que “Solo la veloz fuga de un guanaco, el aullar de los aguaraces o el bramido de los pumas, dan una salvaje sensación de vida, en la oquedad de la serranía” (p. 13).

Y en tal escenario, la evocación de los ingenieros indígenas que dieron vida a este “sistema perfecto de vialidad” y a esa “organización admirable en sus medios de comunicación, imprescindible para gobernar tan dilatado imperio” (p. 9), de que hemos hablado, y cuya presencia tangible aún hoy son esos tambos o tambillos, cuyo nombre explica Mathus Hoyos, citando a Leopoldo Lugones, con quien compartiera una excursión a Puente del Inca, ocasión en la que “escuché de boca del talentoso escritor, que Tambo significa posta […] A lo largo de los bien cuidados y rectos caminos, los tambos o […] tambillos, daban albergue y relevo a los veloces chasques”(pp. 9-10).

Pernoctar junto a ellos, tal como hacen el narrador y sus acompañantes, da pie a la narración de “viejas leyendas montañesas”, como la que habla de la aparición enloquecida del tropero Osorio o la mención del tesoro escondido en la laguna inaccesible. De la primera no nos da Mathus mayores informaciones, pero sí refiere la segunda.

En realidad, podría considerarse una versión del relato legendario conocido como “El guanaco de oro de Atahuallpa”, bien que este es un relato etiológico para explicar el origen de las termas de Cacheuta. De todos modos, las circunstancias del comienzo coinciden y tienen que ver con el desplazamiento de los mensajeros que el último Inca envió a los remotos confines de su imperio con la finalidad de reunir los tesoros destinados a pagar su rescate; sin embargo, el mensaje – nos dice Mathus- debe ser cambiado sobre la marcha: “¡Vuela, vuela, mensajero de tristeza y cuenta entre las tribus asombradas cómo los rubios hijos del mar han vencido y engañado al soberbio Atahuallpa; diles que ni el tintineo del oro y de la plata, ni el verdoso reflejo de las esmeraldas, pudo domeñar la fría impiedad de los conquistadores del Birú!” (p. 11).

Ante la muerte del soberano, ya consumada, la historia “Cuenta, junto a los telares, la vera de las minas profundas, a la orilla de los maizales espigados, que los nobles curacas ordenan que regresen las caravanas, que marchan hacia el Cuzco, conduciendo ingentes tesoros, para colmar la estancia legendaria” (p. 11).

Alcanzados por una partida española, para evitar que los tesoros, escondidos en cogotes de guanacos, caigan en manos del enemigo, los vasallos van arrojándolos uno a uno en ese lago, ubicado en lo más alto de la Cordillera del Tigre: “ni una flor, ni una planta chaparrada adornan sus orillas; solo los picachos reflejan sus aristas nevadas en las aguas dormidas” (p. 12) donde para toda la eternidad reposa el tesoro de Atahuallpa.

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