La ley de etiquetado debe sancionarse

En un país con altos índices de diabetes y de obesidad, los legisladores deben tratar la ley que obliga a visibilizar los contenidos de sodio, azúcares y grasas trans en los productos alimenticios.

Los alimentos deberán llevar rótulos frontales cuando tengan exceso de grasa, sodio, azúcares o calorías.
Los alimentos deberán llevar rótulos frontales cuando tengan exceso de grasa, sodio, azúcares o calorías.

A veces, oficialismo y oposición logran el sincronismo perfecto que les permite asociarse para demostrar que el Congreso de la Nación no es ajeno a la interminable crisis argentina. Sin reparar en colores partidarios, unos y otros hicieron la semana pasada lo necesario como para que la ciudadanía pueda valorar la calidad de sus legisladores. Aplazados hasta nuevo aviso, por cierto.

Sucedió a cuenta de la ya manoseada Ley de Etiquetado Frontal, esa ya aplicada en no pocos países de la región, pero que aquí resisten encarnizadamente la industria alimentaria, las fábricas de gaseosas y las provincias azucareras. Estas últimas son dos, pero parecen dispuestas a confrontar con el país todo.

Reducida a sus términos más elementales, dicha ley impone la obligatoriedad de que las etiquetas de todos los productos alimenticios lleven visiblemente impresas las advertencias sobre su contenido en sodio, en azúcar o en grasas trans. Pero como lo elemental nunca es simple, el tratamiento de dicho proyecto, ya aprobado por el Senado de la Nación, ha sufrido numerosas dilaciones, por la presión indisimulada de quienes ven en dicho instrumento una amenaza a sus intereses.

El proyecto perderá en unos días estado parlamentario si no se aprueba en forma casi inmediata, y aun aprobado tendrá que sortear el escollo que representa un jefe de Gabinete que gobierna una provincia azucarera y quien sería el responsable de que se elabore y apruebe su reglamentación.

Argentina afronta hoy una auténtica epidemia de diabetes, elevadísimos índices de obesidad infantil y una explosión de afecciones coronarias que una ley semejante ayudaría a controlar. Pero más allá de los enemigos naturales del proyecto, los legisladores del oficialismo y de la oposición se asociaron para dejar a dicha ley en estado reservado. Para ello bastó que unos se empeñaran en imponer la agenda y que los otros se obstinaran en no dar cuórum si dicha agenda no contemplaba otros proyectos. Un sainete de política rancia actuado a la vista de una sociedad hastiada, que perdió hace mucho la confianza en sus representantes, sin que ellos parezcan notarlo.

Sin obviar el dato de la ínfima calidad legislativa de un Parlamento donde se votan leyes a pedido y se aprueban instrumentos que a poco deben ser anulados o modificados –la actual Ley de Alquileres es un ejemplo–, este caso en particular muestra a unos y a otros en un ejercicio vergonzante de irresponsabilidad, lo que incluye hasta la ignorancia implícita en la falta de lucidez necesaria para comprender que en algunas ocasiones el trapicheo equivale a una confesión pública. El reconocimiento de que se ha perdido toda mesura y ya no importa demostrarlo a plena luz.

La delicada situación de un país casi en bancarrota requiere de legisladores que entiendan que la estatura no se demuestra actuando en programas televisivos, sino en la banca. Por el momento, ello no parece posible.

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