En una democracia hay adversarios, no enemigos

En referencia a las masivas marchas y concentraciones del pasado lunes 12 del presente mes, Santiago Cafiero dijo, sin sutileza ni respeto hacia las expresiones ajenas a su ideario, que los movilizados no son parte del pueblo.

Imagen ilustrativa / Archivo. Foto: José Gutiérrez
Imagen ilustrativa / Archivo. Foto: José Gutiérrez

La elección del enemigo sigue siendo, tanto en la Argentina como en otros países, la mejor manera de compensar la propia debilidad en todos los órdenes: en lo personal, en los negocios, en la política.

El enemigo apuntado madura y se agiganta hasta adquirir ribetes esperpénticos, en relación inversamente proporcional con la propia pérdida de autoridad. Y de credibilidad, claro.

Con todo, la forma más nefasta, antigua y reiterativa de crear esa invisible frontera –del otro lado de la cual se sitúa a los malos de ocasión– es la de identificarlos con una suerte de ajenidad, expresada en negaciones diversas: ellos (los otros) no son pueblo ni tienen nada en común con la idea de patria, dado que la patria “somos nosotros”.

Esta clase de señalamientos simplistas y estigmatizadores calan fácilmente en quienes están dispuestos a explicarse la existencia toda sin matices, en perfecto blanco y negro.

Tal como viene sucediendo con alarmante frecuencia en nuestro país.

No resulta novedoso el recurso, harto reiterado en un pasado interminable del que no podemos emerger y otra vez declamado por un jefe de Gabinete de la Nación, Santiago Cafiero, que hasta el momento no ha logrado hacer coincidir sus declaraciones públicas con la imagen de político moderado que lo precedía.

En referencia a las masivas marchas y concentraciones del pasado lunes 12 del presente mes, Santiago Cafiero dijo, sin sutileza ni respeto hacia las expresiones ajenas a su ideario, que los movilizados no son parte del pueblo.

Mas allá del casi insignificante olvido cometido, al omitir que esos seres extraños al pueblo son los que aún trabajan y aportan para que Argentina siga sosteniendo a una burocracia parasitaria, la postura del funcionario traduce una mirada propia de una parte significativa del Gobierno que representa: estamos “nosotros” y están “ellos”.

Esos a quienes un cómico de larga trayectoria devenido en comunicador panfletario quiere atropellar con un camión.

Tampoco esto es novedoso, si se recuerda el axioma: “Para el enemigo, ni justicia”.

Estos dislates ya sistémicos no hacen sino manifestar por omisión la impotencia de quienes, puestos a jugar por enésima vez el rol de salvadores de la patria, se tropiezan con el espejo de su fracaso, al empecinarse en repetir una y otra vez las metodologías que antes condujeron a otros callejones sin salida.

Y no existe mejor vacuna contra el fracaso propio que convertir a los otros en los nuevos leprosos de la historia, indignos de convivir con los que el presidente de la Nación denomina “gente digna”.

Alguien debería tomar nota: las protestas ocurridas, inorgánicas, heterogéneas, plenas de expresiones repudiables y de reclamos legítimos, con lamentables escraches que no pueden ser disculpados, son la expresión de un malestar social profundo que está socavando a una sociedad cansada.

Son, también, señales visibles de una descomposición que llega a todos los rincones.

Seguir estigmatizando a quienes las protagonizan equivale a pisar el acelerador cuando se está en curso de colisión. La respuesta debería ser el acuerdo, no la confrontación.

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