Crónicas urbanas sobre el coronavirus: una vacuna que desata el pánico

Nuestra periodista va a vacunarse contra la gripe y una sensación de miedo a la fiebre y sus consecuencias la lleva a pensar.

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: una vacuna que desata el pánico
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: una vacuna que desata el pánico

Mendoza. 29 de abril. Día 41 de aislamiento D.V.

Hoy cuando me desperté tuve miedo.

Anoche empezó esa angustia inespecífica que ya por reiterada es normal en un mundo que se cae a pedazos.

Y aunque inició en la madrugada y continuó esta mañana dejé de buscar los por qué. Me entregué al día para caminarlo paso a paso, como se diera.

No hay métodos, fórmulas, respuestas. Hay circunstancias que suceden más allá de la voluntad. Hay preguntas abiertas en panorámica.

Hice mis cosas pero había una situación que me perturbaba especialmente: tenía que vacunarme contra la gripe; la que surgió de los cerdos antes que los murciélagos, una de las que inauguró esta nueva era en la que pisamos algodones.

Anécdota fútil, ínfima, que de pronto -lo sentí en esta mañana- podía desencadenar sucesos inesperados. Este acto breve iba a sacarme de la sensación de control en la que había logrado acomodarme dentro de esta situación extraordinaria.

Pensé que de ahí el miedo.

Lo que me atormentaba mientras hacía mi clase de yoga era que tenía que tomar una decisión: seguir como hasta ahora o introducir una variante que demandaría de mí volver a inventarme.

Aquella agujita en el brazo inocularía un cóctel de virus que podría desmadejar toda la precaria estructura vital que hasta hoy construí con la paciencia de 41 días en el encierro.

Esto es estado de excepción. Un no-lugar magnificado. ¿Me convenía abrir aquella caja de Pandora?

Esa decisión minúscula podría traer aquello de lo que he estado huyendo con lavados de manos consecutivos, paños en la cara, ausencia y distancias: la fiebre.

Ya no habría “I’ll will survive” con jabón que me salvase. ¿Qué haría entonces? ¿Y si la temperatura subía más de lo esperado? ¿Llamaría a un médico? ¿Vendría un médico a mi confinamiento?

“Todo depende de tu sistema inmunológico”, me habían dicho en otras oportunidades respecto a qué consecuencias esperar en el “después”. ¿Cómo está hoy en el encierro mi sistema inmunológico?: desconozco.

Tomé coraje y lo hice. Me calcé el barbijo y fui camino a la inyección fatal.

Al virus hay que ponerle el cuerpo, la cabeza y resistir.

Cuando volvía de la experiencia -tan aséptica que no recuerdo haberla transitado jamás- la mañana espléndida fue un bálsamo sobre la falsa enfermedad a la que me había sometido voluntariamente.

Esa tibieza del sol me relajó. Pude pensar en otra cosa que no fuese el cuerpo y sus reacciones. Pero en estos días aciagos las reflexiones son como perros que giran y se muerden la cola.

Recordé un poema que escribí hace muchísimos años, que comenzaba:

“Huele a ronda de perros/ girando/ para morderse las ancas/ Y es una noche de milagros/ porque el amor no puede detenerlos…”

Qué propicio para el momento, pensé. Casi premonitorio.

La idea de la premonición me recordó un artículo interesantísimo de Julio Villarino que me compartieron. El autor se pregunta cómo redefinirá la pandemia nuestras prácticas culturales en relación a las ciudades.

Dice él, concordé yo mientras lo leía, que los espacios urbanos se han vuelto otros. Ya no nos movemos en masas multitudinarias que se trasladan grandes distancias para proveerse de lo que necesitan.

Ahora estamos en el barrio. Allí compramos, comemos, caminamos, nos encontramos. La grandiosidad del virus que exhibe lo pequeño.

Esta territorialidad apretada, a medida del cuerpo y sus posibilidades, puede beneficiar a los espacios de arte más chicos que se nutren de las cuadras a la redonda y las audiencias a escala.

El virus trajo consigo la paradoja de magnificar lo pequeño. Repito, reitero. Tal vez...

No es un problema de la pandemia la concentración brutal del consumo cultural en los centros más poblados. Tampoco cómo esto incide en la identidad, en nuestra idea del mundo. Eso no lo trajo el bicho, era el lidiar del barro en el que estábamos, pero nos lo refriega en la cara.

Cierra Villarino su ensayo: “La crisis producida por el COVID-19 está haciendo estragos en sector cultural, así como en muchos otros sectores económicos y sociales. Y seguramente va a dejar secuelas y marcas en la forma de pensar y vivir la ciudad y la cultura. Pensar colectivamente esas transformaciones resulta necesario para anticipar lo que de otra manera terminará ejecutando, como viene ocurriendo, el mercado”.

“Como vacuna que llevo adherida”, pensé. Asociación ridícula, sin sentido. Pero he aquí el instante, la decisión, el viraje brusco que redefine todo lo que creíamos conocido.

Al virus hay que ponerle el cuerpo, la cabeza y resistir.

Nadie en este planeta volverá a abrir la puerta del mismo modo en que la cerró. Qué portales nos habilita este bichito y sus caprichos es una incógnita a la que solo podemos confrontar cuerpo con cuerpo, corazón con corazón, voluntad con voluntad.

Suspiré aliviada en esta mañanita tibia de la Mendoza otoñal tan conocida y me sentí confiada: la fiebre, si viene, deberá librar conmigo una batalla.

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