Crónicas urbanas sobre el coronavirus: una noche de insomnio que nos lleva lejos

Nuestra periodista lucha contra el insomnio que provoca el aislamiento y sus tiempos erráticos. Sueña con otros paisajes

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: una noche de insomnio que nos lleva lejos
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: una noche de insomnio que nos lleva lejos

Mendoza, 11 de abril. Día 23 de aislamiento D.V.

Hoy me desperté a las 9. Como si nada. Me levanté, practiqué las rutinas cotidianas: yoga, desayuno, ratito al sol que todavía nos regala este otoño que no es lo mismo en Mendoza.

Y es extraño que me haya despertado con el cuerpo y la mente listas para afrontar varias horas de agitación porque anoche me desvelé.

Me habré dormido tipo 5 de la mañana. O sea que, si las cuentas no me fallan, no dormí más de 4 horas. La noche anterior me pasó lo mismo: idéntico.

Todos los días de este encierro se parecen, sean cuales sean las condiciones.

Mi teoría sobre este insomnio tiene varias líneas de exploración.

Una: aunque hago mucho ejercicio en el encierro el cuerpo se da cuenta de que lo estoy engañando y no se cansa ni un poco.

Dos: la cantidad de horas que paso frente a la computadora trabajando, más los ratos de visionado de películas y series para recomendar -más trabajo, pero a mí me encanta-, más los libros que leo, más la música que escucho, más el teléfono que se ha vuelto apéndice indispensable del cuerpo para conectarme con el mundo -afectos, colegas, reuniones, pedidos, ofrecimientos-, más el montón de chucherías digitales que hay que armar para mantener activas las redes sociales laborales… Todo esto mezclado, junto, en paralelo, entrelazándose; estoy sobreexcitada.

Tres: el tiempo y el espacio han cambiado tan radicalmente con el virus que mi reloj biológico no sabe cuándo ni cómo parar.

Cuatro: los pensamientos. Todos: personales, sociales, políticos, prácticos, teóricos, psicológicos, espirituales, físicos se han desatado en este encierro; rondan por los metros cuadrados que habito para llevarme de un estado al otro sin transición. Por sobre todos ellos, como un campo semántico que los engloba, la palabra “incertidumbre”.

Sí, en pandemia no hay paz sino guerra.

Cinco: estar alerta. Una orden que se ha instalado en mí de un modo tan decisivo que enciende el botón rojo ante cualquier pavada. Si me toco el pelo; botón rojo: ¿me lavé las manos? Si se me cae la llave en la calle mientras voy al mercado; botón rojo: “¿quién habrá pisado? Lavar las llaves, no tocar la cara, que queden en las manos para sea la única parte del cuerpo expuesta al virus”. Si alguien estornuda cuando pasa cerca mío; botón rojo: “vi un video en el diario donde muestran cómo y a qué velocidad se esparce el bicho: ¿a cuántos metros estaba ese que estornudó?”. Y así. Alerta, danger, cuidado. No te relajes.

La cuestión del desvelo no es cosa mía. Es parte de la enfermedad en la que, con síntomas o sin ellos, estamos todos implicados.

Mi amiga se desveló, mi colega se desveló, mi hijo se desveló, mi madre se desveló. Es la pandemia del sueño herido.

El proceso de desesperación primero y resignación después, ante la falta de sueño, adquirió un patrón constante.

Durante las dos noches seguidas empecé a dormitar y desperté de pronto. Alerta. Vueltas en la cama. Técnica de meditación para relajar el cuerpo y dormir. No pasó nada. Me dio calor, me destapé. Me dio frío, me tapé. Me levanté al baño. Volví. Tres vueltas más en la cama.

Ahí terminó la fase desesperación y comenzó la resignación. Entendí que el tiempo es dominio del virus y dormiría cuando él así lo diga.

Prendí la luz. Agarré el libro que estoy leyendo ahora: “Los terroristas” de la serie Martin Beck -un policial sueco-. Leí unas páginas: cero concentración. No quiero terroristas en esta noche en que busco paz. Lo dejé.

Ya que estaba desvelada pensé en comer. Bajé, me hice un sandwich, me puse una copita de vino. Si hay que pernoctar que sea en buenos términos. Hice clic en un capítulo de “Monk”, una serie noventosa que adoro.

El protagonista es un investigador traumado por la muerte de su esposa que padece de todos los miedos, las fobias y las obsesiones conocidas y por conocer.

Me relaja verla de tan amable. Me río de pensar qué haría Monk en este entorno de amenaza constante. No podría sobrevivir. Fue en los ‘90.

Terminé mi sandwich, el vino y el capítulo. Monk no fue suficiente. Y recordé un truco que recetó mi hijo: él fue el primer afectado por el virus del no-sueño en la casa y ya ensayó subterfugios.

Es simple: buscar un sonido relajante, en una aplicación del telefonito, ponerlo a correr y dejarse llevar. Meditación. Ya la había intentado con mi pensamiento, no con un conductor externo. Es como un “ommmmm” constante en el que concentrarse para dejar el cuerpo en suspenso.

En este encierro, en este mundo en el que hoy vivimos, nada quedará limpio de máquinas y tecnología. Nuestras emociones, nuestros vínculos, nuestras prácticas dependen ahora de ellas. Más que nunca. Cómo jamás. Una nueva era.

Busqué entre los sonidos cuál podía cumplir el propósito. Elegí “Playa de guijarros en el Reino Unido”. Programé dos horas -ya eran cerca de las 3.30 en el reloj que para nada sirven en pandemia-. Puse play, apagué la luz y me concentré en el ruido.

Mi cuerpo dejó de existir. Allí, en la cama de mi casa y en encierro.

Me vi en la playa de Maitencillo, una de las que más me gustan de todas las que he conocido en el mundo, en la parte de mundo que pude conocer. La playa de Maitencillo, en la zona del Cerro Parapente, tiene un encanto único por su soledad, su horizonte amplio, su mar bravío, su arena suave, sus atardeceres panorámicos. O tal vez sea igual a muchas pero en esa playa es "mi" playa.

Empecé a sentir la humedad de ese océano encrespado salpicándome los pies. Yo, sentada yo frente a las olas que como un mantra hipnótico me llevan y traen.

Me enredé en algas, saboreé la sal, hundí mis manos en la arena, rescaté un caracol tornasolado, caminé hasta las rocas donde una vez perdí una cámara de fotos -fue cuando entendí que nunca sería fotógrafa y abandoné la afición-, salté olitas, esquivé un cangrejo, vi una nana con su uniforme arrastrando las guaguas de una rubia ricachona, me acordé de Santiago, me acordé de las marchas, me acordé de los pacos, me acordé de los ojos perdidos a los golpes, me acordé de los gases, el virus arrasa en Chile. Abrí los ojos.

Ok, busquemos otro paisaje para volar. Este me trae al virus en vía rápida.

Elegí otro audio en la aplicación. Categoría: “ríos y arroyos”. Puse play en “Río pequeño en Escocia”. Cerré los ojos.

Cordón del plata blanco a lo lejos y en panorámica. Yo tendida en el suelo del camping San Antonio, en Tunuyán, donde fui a plantar la carpa entre los manzanos, donde fui feliz.

Estaba tendida a la vera del arroyito que circunda el campo, mirando al cielo. Vi el celeste perfecto de esa altura de montaña. Las nubes desgajadas que pasaban cada tanto. El ruido del arroyo que venía bajando de los glaciares, frío y puro como el hielo. Allá arriba, donde habita el cóndor, se escuchaba el viento. El sol nuestro que colaba entre las hojas plateadas de los álamos, la voz lejana de algún arriero.

Son las 9 de la mañana. Como si nada. Me levanté y practiqué mis rutinas cotidianas en este otoño que no es lo mismo en Mendoza.

Salí a la compra, activé las alertas con sus botones rojos, encendí la computadora y el teléfono, me conecté a las redes y los afectos, dejé el cuerpo quieto en el engaño de la acción, el tiempo y el espacio del virus me recorrieron.

En un momento de la tarde murió Sergio Hocevar. Otra vez, como ayer con Mariana Matta, el arte que sufre.

Mientras editaba la noticia para la edición de mañana encontré un escrito de José Bermúdez sobre el inmenso Sergio y su obra.

“... nos vemos transportados a un mundo de soledades como apreciando una retrospectiva en el tiempo… Sus paisajes son, pese a su serenidad, el resultado de una dramática confrontación con la realidad y de una toma de conciencia con el entorno, o una fuga de lo cotidiano, para evitar la contaminación contemporánea”.

Sergio, en este día, en este mundo de virus que no perdona. Yo te andaba precisando.

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