Crónicas urbanas sobre el coronavirus: los medios a veces se parecen al virus

Nuestra periodista, en su encierro, se deja llevar por el pánico que le provocan algunos medios sensacionalistas.

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: los medios a veces se parecen al virus
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: los medios a veces se parecen al virus

Mendoza, 13 de abril. Día 25 de aislamiento D.V.

Anoche tuve una sensación de debacle.

Había empezado a gestarse lentamente y avanzaba por mi cuerpo y mi humor igual que el virus: en silencio y sin pausa.

Como los signos al principio fueron mínimos los desestimé.

Es claro que aún el tiempo que parece eterno no ha sido suficiente para que mi mente absorba la real magnitud de este fenómeno, en mi vida y en la de todos.

Los signos, digo, fueron casi imperceptibles. Un sobresalto aislado ante un sonido conocido. Un sudor inexplicable y breve cuando el termómetro ha bajado hace rato de las altas temperaturas. Un apretón quedito y pasajero en el pecho, como cuando te cuesta tragar una pastilla.

Signos.

Empezaron en el día de ayer, confundidos con el llanto por la emoción que me provocó Ken Loach y su película “Yo, Daniel Blake”. Frente a aquella hecatombe emocional en la que viví la historia del obrero ninguneado por el gobierno, unas gotitas de sudor, la garganta algo cerrada por un instante o el salto en el sillón ante el ladrido de mi perro no significaron nada.

Al anochecer, mientras escribía, empezaron los primeros truenos; único sonido audible en este silencio ampliado de la cuarentena.

Signos.

En mi cuadra la ausencia es presencia a gritos. Nadie pasa, nadie llega, nadie sale, nadie. Varias veces me he preguntado si tengo todavía vecinos, si no habrán huido todos a vivir el encierro en otra parte y yo nunca me percaté de los movimientos de la fuga.

Ya cuando me fui a dormir, los signos que durante el día habían sido breves eran evidentes molestias psíquicas con picos más o menos pronunciados de desesperación.

La frase que en la mañana de ayer había iniciado el proceso fue: “esto va para largo”. Una frase, también es un signo.

Que el hombre que te gusta diga “esto va para largo” es una incitación a la seducción divertida. Que el asado o la fiesta compartida entre risas vayan para largo es la celebración de la vida misma.

Pero que el noticiero anuncie: “esto va para largo” y adjunte ampliado el mapamundi minado de ese rojo temible que avanza; de lindo no tiene nada. Todo lo que antes conocía, en medio de la incertidumbre planetaria, ameritaba los signos y los picos de la desesperación.

Me di cuenta hoy en la mañana -más bien anoche- que durante el domingo no había llorado por Daniel Blake, o sí; pero no solo por él.

Cuando me acosté, como contaba, la angustia era ya un asunto palpable.

Puse una serie. Nada mejor que mirar el mundo en pretérito lleno de abalorios. Un pasaje directo a la fantasía. Play en “Howards end”, un drama de época a lo Ivory producido por la BBC. Me dejé llevar por las sedas, los carruajes y los camafeos para sacarme el regusto a encierro eterno en clave “Black mirror”.

Afuera ya los truenos eran decididos y no pasó mucho hasta que llegó el aguacero. Trepidante, profuso, envuelto en rugidos.

Signos.

Mientras los caballeros de frac de “Howards end” pasaban por mi pantalla recordé el cuento aterrador de Leopoldo Lugones -escritor al que no quiero ni un poco pero reconozco notable-.

¿No lo has leído? Se llama “La lluvia de fuego” y es un estremecedor relato con suspenso de nervio perfecto sobre cómo, sin explicación ninguna, lentamente una lluvia de cobre comienza a destruir el mundo. Va de a poco y termina en un aguacero candente que todo lo funde.

Signos.

Pensé en la asociación evidente de esta metáfora con una realidad que ya no lo es.

Mientras escuchaba la lluvia furiosa e imparable chocar contra mi ventana me dije: “¿cómo es esto de la lluvia y el virus? ¿Habrá colonias de bichos en cada una de esas gotas que aguijonea a mi ventana?”. Locura. Absurdo. Irracional total; no menos que el tiempo que estamos viviendo -continué-.

Cuestión es que después de este flash fantasioso que unió en mi mente el cuento de Lugones y con la lluvia viral. Me levanté rara esta mañana. Dato que no es inusual, o inexplicable, en la situación en que me encuentro.

Desayuné, hice mi yoga mañanero, recomendé “Howards end” en las redes y me lancé a la aventura de vivir un día más rodeada de virus y quietud.

Cuando fui a la compra. Volvió a mi cabeza el cuento de la lluvia de fuego. Caminando por Jorge A. Calle las montañas de hojas caídas, barro y ramas no estaban, como siempre en nuestra prolija ciudad, al costado del cordón. Habían ganado todo el espacio: la calle, la vereda, las acequias.

Entre mugre y revoltijo se movían lento. La gente parece, desde que empezó la pandemia, un peregrinar ralo de fieles que se mueven en cámara lenta. Más barbijos que de costumbre. “Será por la lluvia”, me dije reincidiendo en la explicación absurda que vengo desarrollando desde ayer en que comenzaron los síntomas.

Cuando volví a mi casa enciendí el noticiero: imágenes de Tecnópolis convertida en un montón de compartimentos con camas. El videíto de la piba escondida en el baúl para violar la cuarentena, las fosas comunes que abren las grúas en Nueva York mientras el periodista dice lo mismo que se ven en las imágenes.

Todo es un gran loop: caen los cuerpos, se apilan los cajones. “Ultimo momento”, anunció el noticiero y tiró la cifra de muertos, infectados y recuperados en el país: tipografía grande, en pantalla grande.

El conductor de noticiero que hablaba de muertos, ricos tramposos, pobres más pobres, colas de bancos, vacunas posibles tenía de fondo, de nuevo y en continuado, el dibujito del virus -muy bonito, hay que decir: un globito hermoso como de coral-.

Un corte, un fundido: imagen de los científicos envueltos en trajes celestes inflados como los de los astronautas, cuerpos muertos que caen en una fosa, la cara de la pibita encerrada el baúl. Barbijos, barbijos, barbijos, cómo hacer barbijos… Y así.

Esta mañana leí una entrevista a Oscar Rincón, un comunicador colombiano. Me llamó la atención una frase: “El virus vive feliz en los medios”.

Paradógico, pensé. Podría hacer una simple ecuación: a más felicidad con la que circula el virus por los medios de comunicación, más infelicidad en mi vida cotidiana. ¿Y si aplicara la viceversa?

“Este virus no es un partido de fútbol, cada enfermo no es un gol, cada decisión de los gobiernos no es un cántico de barrabrava. Menos es más, pero un menos con conciencia social y responsabilidad democrática”, afirmaba el colombiano en otro giro matemático del discurso en esa nota que leí en la mañana.

Retrocedí en el tiempo; una figura nada más: el virus ha venido para mostrarnos que retroceder es un ejercicio imposible.

Me corrijo, entonces. Repasé yo, comunicadora con título y todo, cuánto y cuándo habían empezado mis síntomas. La incógnita se despejó con una velocidad que es desconocida para mi mente en tiempos de pandemia: cuando empecé a utilizar el noticiero como mi “ventana al mundo”, descubrí.

Increíble, me dije. Increíble cómo yo, que sé de estas cosas, no pude resistir los embates del espectáculo televisivo que emana de las pantallas.

Sí, es verdad: cada vez que vi una de esas imágenes “supe” lo que los canales estaban haciendo. Pero una cosa es la razón y otra -muy otra- la pulsión inconsciente.

Uno de los teóricos franceses que a mí más me gustan -porque analiza cómo opera la comunicación en el arte- es Daniel Bougnoux.

El tipo escribe como poeta y teoriza como científico.

Dice cosas divinas como: “es necesario que el mundo del otro, de los innumerables e imprevisibles otros, trastorne el mío para elevarme por encima del miserable montón de mis pequeñas certidumbres”.

Hoy, estos innumerables otros que corren desesperados por las redes, no están siendo mis aliados. Todos somos víctimas. ¿Qué falla, entonces?

“La información no es un valor como otros. Si nuestros principales medios, protagonistas de resbalones memorables, no hacen su examen de conciencia, nosotros tenemos que contribuir a clarificar recordando que… una información puede tener grandes consecuencias energéticas y que el mapa no es el territorio. La información, cuando se exagera, produce un efecto de contagio…”.

“¡Fah!, como el virus”, pensé mientras revisitaba a Bougnoux.

El corolario se me hizo simple: los medios no son “la verdad” y se nutren de nuestras más miserables fantasías para dibujarnos escenarios de espanto.

No es que hoy mi barrio haya dejado de ser un muestrario breve y corto de la pandemia arrasando como los caballos del Apocalipsis. Es que este drama nuestro es, en los medios, el pasto que alimenta otros virus que pueden ser más letales: la entrega del sentido común y el pensamiento crítico en favor de la manipulación autómata.

Mis divagues llegaron hasta acá. Hasta el mismo instante en que comprendí que me dejé llevar, que bajé la guardia ante la incertidumbre que todo lo conmociona.

Fue mágico. Fue bálsamo. Fue el reencuentro con la paz interior en medio de la guerra.

Me preparé unos mates y, muy contenta, la emprendí contra los gérmenes de mi casa. Mucha lavandina acompañada de una canción.

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