Crónicas urbanas sobre el coronavirus: la naturaleza toma el control

Nuestra periodista descubre que no solo en el mundo sino en su propio cuerpo se expresa.

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: la naturaleza toma el control
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: la naturaleza toma el control

Mendoza. 19 de abril. Día 31 de aislamiento D.V.

Ya no uso despertador. Al principio lo hacía. Un acto reflejo de una vida que se fue y no volverá. Ahora dejo que sea el cuerpo el que marque el ritmo; en especial cuando no trabajo.

En apariencia esta idea es igual, sinónimo correspondiente, de lo que hacía en mi vieja vida y sus rutinas. Pero no. Es lo opuesto. Tan distinto que darme cuenta me ha llevado un mes de pura experiencia.

El cuerpo es sabio. Es una maquinaria perfecta, en sintonía con su ambiente.

El cuerpo se comporta como la naturaleza por estos tiempos. Despierto tarde si dormí tarde, como cuando tengo hambre, hago pausas cuando me da esa modorra suave que solo los músculos decodifican al contacto con el sol y me activo cuando las piernas y los brazos se cansaron del estatismo.

Eso descubrí con el placer de la vivencia extrema, desnuda, despojada de estructuras y mandatos previos en este tiempo del virus.

No me refiero a las miles de apócrifas, truchas o mal traducidas teorías que pululan en el lado B de nuestra cultura de masas. A mí muchas me gustan por lo póetico del asunto, pero de ahí a creer... un universo entero de lecturas y estudio. Cabeza formateada.

Cuando pienso en el cuerpo y su naturaleza estoy lejos de todo ese universo pseudo-zen que tiene expresiones como “vibrar alto”, “energía”, “trascendencia”, “mantras”, “experiencias curativas” y que da lugar a un mercado de invención de necesidades tan rentable como el de Prada y Porsche: productos veganos, orgánicos, cremitas y telas naturales, pancitos integrales -con o sin semillas-, condimentos de la huerta, productos de la huerta, la huerta misma si querés, túnicas con onda, sandalias de crochet, yuyitos naturales para volar y relajarse. Podemos seguir al infinito, más barato, pero todo se vende y circula en el mercado de bienes de consumo.

Ese mundo es el que está muriendo, ¿no? En su lado A y B también.

El cuerpo es otra cosa. El cuerpo es la mismísima naturaleza operando según sus leyes. Sin que la cultura sintética -siempre lo es por más natural que te la vendan- le imponga una sola regla.

El virus es el ejemplo. La naturaleza se abre paso igual, aún cuando le ponemos arrogantes y sofisticados diques de contención. Nos corre del centro y nos dice: “hacé lo quieras. Yo soy más. Vos solo sos una parte de mí”.

Todo eso, en fracción de microsegundo, pensé cuando abrí los ojos esta mañana a la misma hora de reloj pulsera en que lo había hecho ayer.

“El día de la marmota”.

El pensamiento desaforado se detonó cuando comprendí que había dormido exactamente siete horas cada noche.

Sí: redundante, como corresponde al momento.

Pero estas certezas pequeñas, estos detalles, son para mí aquella ¡Eureka! que habrá hecho cimbrar a todo Siracusa cuando la gritó Arquímedes.

Mis eurekas son obviedades. Un volver al origen. Mi casa hoy se ha transformado en útero inmenso en el que floto a la espera del alumbramiento. Y son estos, mínimos, que inundan todo lo que yo creía con su luz.

Nada más grande que el cuerpo y sus ritmos, sus necesidades reales y deseos.

Por aquí, no. Nos dijo el virus. Toda yo entendió la idea esta mañana y las treinta anteriores que desperté en el aislamiento.

Fue de a poco pero llegó. La naturaleza de la que estoy hecha hizo lo suyo, el encierro hizo lo suyo, la psiquis hizo lo suyo.

Y aquí estoy: nací otra. Nací mejorada.

Hoy al mediodía, mientras preparaba la comida con un placer extremo, hablé un rato muy largo un amigo muy querido. Él vive en una de esas casas que son sueño -mío, al menos-: jardines poblados y fragantes, arboledas frescas, fuentes y surgentes. Su casa está emplazada en el lecho de un río seco.

Me decía que siente que va a extrañar esta vida cuando termine el encierro. “Mi di cuenta de que había millones de cosas que no me hacían falta y que son superfluas. Distracciones que nos pone la sociedad de consumo. Ahora el dinero lo gasto en comida, en hacer comidas caseras, ricas y nutritivas”.

Yo escuchaba el wasap con su voz mientras le ponía una dosis extra de pastita de aceitunas negras a la tarta de espinacas. Pura sintonía.

Ya no hay lado A y B. Ya no hay lado. O sí, pero no sabemos como será. Cuando lleguen las contracciones que nos expulsen de nuestras casas-úteros nos enteraremos.

Los nacimientos siempre implican un trauma.

Me siguió diciendo mi amigo: “no se está tan mal aquí en el encierro. Yo he retomado escrituras, he hecho miles de cosas que antes no hice. No sé lo que hay afuera. No sé qué hay atrás de todo esto. Si cuando volvamos vamos a tener que reconocer que la China es el nuevo patrón del mundo. No lo sé porque en realidad, en el fondo, tampoco nos va a cambiar tanto a los que vivimos en la base de la pirámide. Nosotros seguiremos haciendo nuestras cosas. Pero las transformaciones en las formas de comunicación son muy interesantes”.

Antes, cuando fui al mercado, noté que esto que decía mi amigo se expresaba en la experiencia, en el mundo que late fuera del encierro.

Mientras estaba en la cola, con barbijo y a distancia, sonaba reguetón al palo desde una camioneta. Lo había puesto el verdulero de la esquina.

Sonaba tan sintético, tan extemporáneo, tan desencajado de todo lo que sucedía alrededor que el mismo pibe, que lo hacía correr para darle una onda al ambiente, fue hasta la camioneta y bajó volumen. Nadie se lo pidió. Nadie. Pero era obvio que tenía que suceder así.

Cuando entré al mercado el guardia, los clientes, todos con barbijo. Las muecas más ampulosas, los ojos más brillantes, achinados todos en sonrisas que se intuían amplias debajo de las telas. La necesidad del contacto. La necesidad de tocarnos. El cuerpo.

Cuando empecé a poner mis compras sobre el mostrador la cajera inició el diálogo. “A lo que hemos tenido que llegar para entender que no podemos hacer esto con el planeta”, me soltó.

La miré sorprendida. Esa misma chica no solo nunca reparó en el planeta, cuando en el otro mundo me daba charla, sino que esgrimía el argumento del ciudadano que paga impuestos. Pensaba en ella, solo en ella. Nada más.

Desde aquella otra vida es que yo ya no le hablaba. Le dejé de dar charla. Nunca íbamos a llegar a un acuerdo. Veíamos el mundo distinto. Para qué insistir.

Hoy, cuando me dijo eso detrás de su barbijo rojo, mis ojos deben haberse puesto como platos. Para completar el impacto ella siguió: “no puedo ver a mi mamá hace un mes… Los clientes no entienden que tenemos que usar esto -señaló el barbijo cuidando de no tocarlo- para protegernos entre todos”.

Otro Eureka. Otra a la que en el encierro le ganó de mano el cuerpo y sus flujos naturales. Le domó los preconceptos, le derribó todo el sistema de creencias que la sostenía. Eureka. Este virus es eureka.

“Mi querida amiga... Este es un tiempo preso, no es el tiempo al que estamos acostumbrados. Tal vez éste sea el tiempo real, y el otro una ilusión de vida”. Escuché este último audio de wasap de Daniel y fue otro alumbramiento.

La envidia que sentiría Arquímedes por nosotros, pensé. Tuvieron que pasar 2.200 años entre su grito en la Italia A.C. y este presente en el que nos debatimos para que los hombres llegaran a su límite natural.

Hoy es el día 31 D.V. y empiezan mañana las contracciones que nos expulsarán a un mundo nuevo.

Seremos capaces de soportar, de aceptar, que tenemos la posibilidad de arrancar de cero.

“Somos extraños animales enjaulados, quizás ahora estamos en libertad”, cerró Daniel. Yo sentí que lo quiero, mucho, más o como siempre. Con él es seguro que nos reencontraremos en el renacer.

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